«La historia de los negros en América es la historia de América, y no es una historia bonita», escribió James Baldwin (Nueva York, 1924-Saint Paul de Vence, Francia, 1987). Baldwin hablaba con conocimiento de causa, pues experimentó en sus propias carnes lo que significaba nacer en un país que había construido su leyenda entorno a los mitos de la libertad y la igualdad de oportunidades, negando esa misma libertad e igualdad a una parte muy importante de su población: los negros.
Esto es algo que marcó para siempre la vida del escritor nacido y criado en el barrio de Harlem, quien descubrió desde muy joven que el mundo al que pertenecía no estaba hecho para los de su raza. «Es impactante descubrir que el país en el que nacisteis y al que debéis vuestras vidas e identidades no ha desarrollado un lugar para vosotros en todo su sistema».
Novelista, dramaturgo, ensayista, poeta y activista por los derechos civiles, Baldwin utilizó su pulsión por la escritura precisamente para combatir las mentiras con las que había crecido. Buscando, por sus propios medios, ocupar el espacio y la identidad que se le había negado al nacer. Por eso se fue a Francia a finales de los años 40, donde escribió la mayor parte de su obra, y por la misma razón regresó a Estados Unidos, en pleno auge del movimiento por los derechos civiles, para participar en la reescritura de su relato histórico.
«Los negros estadounidenses tienen la enorme ventaja de no haberse creído nunca la sarta de mitos a los que se aferran los blancos estadounidenses: que sus ancestros eran todos héroes amantes de la libertad, que nacieron en el país más extraordinario que el mundo ha visto jamás» (La próxima vez el fuego, James Baldwin).
El autor de obras como Notas de un hijo nativo, Nadie sabe mi nombre, La próxima vez el fuego, Ve y dilo en la montaña y El cuarto de Giovanni, ha pasado a la historia de la literatura por abrir nuevos horizontes en temas tabú como el racismo, la homosexualidad y su relación con la religión. Siempre desde una perspectiva marcada por su experiencia personal, sus escritos son un grito de rabia y necesidad de comprensión por parte de los excluidos. Aunque sus palabras, afiladas y cargadas de crítica, apuntaban casi siempre al mismo objetivo: Estados Unidos.
Con un inevitable sentimiento de pertenencia, pero también de indignación y reproche, Baldwin puso el foco en esa historia incómoda hacia la que su país, aún a día de hoy, evita mirar. «Sé lo que el mundo le ha hecho a mi hermano y por qué poco ha sobrevivido. Y sé -lo cual es mucho peor y ese es el crimen que imputo a mi país y a mis compatriotas y por el que ni yo, ni el tiempo ni la historia los perdonaremos jamás- que ha destruido y siguen destruyendo cientos de miles de vidas y ni lo saben ni quieren saberlo», escribió en La próxima vez el fuego, libro que condensa una parte importante de su pensamiento y que acaba de reeditar en español Capitán Swing, con motivo de su centenario.
En este libro, que comienza con una carta a su sobrino James, reflexiona sobre el verano en el que cumplió 14 años y cómo, a partir de ese momento, entendió que Harlem, más que un barrio era un gueto, y que la muerte, la delincuencia y el horror lo acechaban en cualquier esquina por el simple hecho de haber nacido con la piel oscura y cómo encontró en la religión un refugio temporal.
«No pensaba permitir que los blancos de este país dictasen quién era yo, que me limitaran ni que me liquidaran de ese modo. Sin embargo, al mismo tiempo, los blancos por supuesto me escupían, me definían, me describían y me limitaban y podrían haberme liquidado sin despeinarse. Todos los muchachos negros que llegan a ese punto -al menos, los que estaban en mi situación en aquellos años- comprenden, de golpe y porrazo, pues quieren vivir, que corren un grave peligro y que deben encontrar con celeridad ‘algo’, algún ardid, que los saque de ahí, que los ayude a iniciar su andadura. Y el ardid en sí es indiferente. Esa última constatación era lo que me aterrorizaba y, dado que la puerta escondía tantos peligros, contribuyó a que me refugiara en la Iglesia. Y, en virtud de una inesperada paradoja, mi ardid resultó ser, precisamente, mi carrera eclesiástica».
Y es que, antes de ser escritor, Baldwin fue pastor, como su padre, pero después abandonó la fe, coqueteó en Francia con el comunismo, pero tampoco se definió en ninguna ideología política al considerarlas igualmente sectarias, dentro del movimiento por los derechos civiles, también iba por libre, ni comulgaba con la idea de que todos los blancos eran enemigos, de los panteras negras, ni con el ideal pacifista de Martin Luther King o la radicalidad de los Hermanos Musulmanes de Malcolm X. «Tuve que aceptar que, con el paso del tiempo, parte de mi responsabilidad como testigo era moverme todo lo que pudiera con la mayor libertad posible».
Y haciendo gala de esa libertad, pero sobre todo gracias a su valentía, James Baldwin se esforzó en la integración de una nación condenada a entender que el mito del sueño americano siempre sería un fracaso en su intento por hacer a las personas más felices o mejores, si no era capaz de contar con todos. Porque, a pesar de su característico tono crítico y su carácter contestatario, las palabras de Baldwin, entre el reproche, la pedagogía y la profecía, son, en un momento actual marcado por el auge de los discursos de odio, un testimonio tan válido como útil.
«Soy una de las personas que levantó este país, hasta este momento apenas hay esperanzas de alcanzar el sueño americano, porque la presencia de las personas a las que se les impide formar parte de él, lo arruinarán. Y si eso ocurre será un momento muy grave para Occidente».