Hugo González de Oliveira, antes de encaramarse sobre el poyete, al que propinó un manotazo, le dio la espalda a la piscina. Quién sabe si quería ver cómo reaccionaba la gente que le observaba. Estaba a escasos minutos de afrontar un momento único, cumbre en su vida deportiva. Tenía atado al cuello ese maldito cartel de «gran esperanza» de una natación española que sólo ha conseguido ocho medallas olímpicas en su historia. Hugo González, desde la calle ocho en los 200 espalda, se dejó el alma, el cuerpo y el corazón. Incluso llegó a los 150 metros rondando la tercera posición. Pero en el último largo, Hugo, al que siempre le vino bien una prueba larga, que siempre supo manejar los tiempos, ya no pudo más. Su marca de 1.55:47, lejos de su mejor registro personal (1:54.51), sólo le sirvió para ser sexto. Como en los 100 mariposa. La gloria se la llevaron esta vez el húngaro Hubert Kos, oro (1:54.26), el arriesgado griego Apostolos Christou, plata (1:54.82), y el suizo Roman Mytiukov, bronce (1:54.85).
Había asegurado Hugo que desde una calle exterior también se podían ganar carreras. Y, claro, tiene razón. Pero el problema no era tanto la calle, pese a que en pruebas como la espalda el oleaje condiciona, sino su confianza. Había llegado a la final con el peor tiempo de los clasificados. Y pese a que uno de sus grandes rivales, el campeón olímpico Ryan Murphy, había quedado fuera en las series junto al italiano Thomas Ceccon, al nadador español no le bastó.
Créanlo. Hugo González de Oliveira no llegó con mala cara a París. Se sentía en el mejor momento deportivo de su vida. Nada hacía que había roto en Mallorca su marca en los 200 espalda, prueba en la que se había proclamado campeón del mundo el pasado febrero en Doha. Estaba mucho mejor con la Federación, después de que aceptaran que pudiera pasar temporadas entrenando en California, aunque también en Madrid, con Taja, su entrenador de confianza. Y los estudios tampoco le preocupaban. Ya se había graduado en Filología Portuguesa. Pero, en un santiamén, todo cambió. Y esa sonrisa luminosa fue mutando.
Incomodidades
Las incomodidades fueron amontonándose mientras la presión por ver quién debía llenar el vacío dejado por Mireia Belmonte en la piscina crecía. Las largas distancias desde la Villa Olímpica, en Saint-Denis, a la piscina, en La Defénse, se hacían insoportables. Una hora para ir, otra para volver. Tampoco la comida estaba la altura. Acabó por solicitar el cambio a un hotel cercano. Las finales, tardías, para que en Estados Unidos pudieran estar al tanto de la competición, no ayudaban al descanso. Y luego, claro, la profundidad del vaso acuático, que, en teoría, podía provocar mayores turbulencias y peores tiempos en las marcas. Algo que los propios nadadores, a su manera, han ido discutiendo con varios récords olímpicos, incluso un récord del mundo (el del chino Pan Zhanle en los 100 libres).
Hugo buscaba explicaciones. Respuestas.
No las encontró en los 100 espalda, donde no pudo ir más allá del sexto puesto logrado en los Juegos de Tokio, allí donde aún era un crío pendiente de explotar. Pero tampoco las encontró en los 200 espalda, la prueba en la que lo había fiado todo (descartó competir en las series del 200 estilos) con la esperanza de seguir la estela histórica de la saga de los López Zubero. Desde que Martín-López Zubero se empeñara en competir por España en Barcelona 92 para ganar el oro, sí, en los 200 espalda, ningún nadador hombre ha vuelto a ganar un metal para España. Más atrás queda el bronce de Sergi López en 200 braza en Seúl 88, y el bronce de David López-Zubero, el primer medallista olímpico español en un deporte acuático, en los 100 mariposa de los Juegos de Moscú de 1980.