Pedro Sánchez y su esposa, Begoña Gómez, en el décimo aniversario de la proclamación del rey Felipe VI.

Juan Medina

Reuters

El paso por Moncloa del juez Juan Carlos Peinado fue breve. El instructor que investiga a Begoña Gómez por los presuntos delitos de tráfico de influencias y corrupción de los negocios acudió para interrogar presencialmente y en calidad de testigo a su esposo, Pedro Sánchez. El presidente del Gobierno, que recurrió a la dispensa legal para guardar silencio, sólo respondió para aclarar su condición conyugal con la investigada.

Luego presentó a través de la Abogacía del Estado una querella insólita contra el juez por citarle a declarar presencialmente. En la misma, le acusa de estar movido por “un fin extraprocesal”. Es decir, le atribuye motivaciones que escapan de la búsqueda de la justicia. En rigor, quien demuestra ese fin es Sánchez al presentar una querella contra el juez con un juicio de intenciones sin desarrollar la base para ello, pues una cosa es una mala instrucción y otra es la prevaricación.

La querella carece de sentido desde el punto de vista jurídico y no tiene recorrido. Tampoco es de recibo que el presidente del Gobierno, interrogado como particular, se valga de los recursos del Estado para tomar acciones legales contra el juez que instruye la causa de su esposa, alimentando la sensación de que atacan el cargo que representa.

Lo que se desprende de la respuesta de Sánchez son intenciones que van más allá del proceso. Con su primera carta a la ciudadanía, el presidente comenzó a promover la idea de una coalición de intereses ultraderechistas entregados a la tarea de debilitarle políticamente con el amparo del PP. Esta conspiración, en su relato, está utilizando todas las armas a su alcance, lo que incluye un frente judicial que “persigue” a su familia.

Parece evidente, pues, que esta querella desmesurada intenta convertir al juez Peinado en un símbolo de lawfare, un concepto importado por Puigdemont para victimizarse, y ya de uso habitual entre ministros y afines al presidente cuando abordan el caso Begoña. Sánchez, por otra parte, pierde el crédito que le quedaba cuando animaba a «desjudicializar» la política al valerse de la justicia para sus fines políticos. 

No le quitaremos la razón a la defensa de Sánchez cuando critica los errores y torpezas cometidas por el juez Peinado en su instrucción. Coincidimos con el PSOE, a su vez, en que no se debe permitir a los partidos ejercer como acción popular, una manera escandalosa de judicializar la política. ¿Qué sentido tiene que una representante de Vox acuda a la Moncloa para interrogar al presidente como parte de la acusación? La misma cuestión es extensible al papel del PP en el caso de los ERE o el del PSOE en el caso Gürtel.

Los socialistas tienen aquí razón. Pero pasar de esa crítica a presentar una querella contra un juez dando por hecho que ha sido premeditamente injusto y que incurre en la prevaricación es ir demasiado lejos. Sólo se explica dentro de la campaña diseñada por la Moncloa para desviar la atención de las dudas fundadas sobre las actividades de su esposa, quizá legales pero indecorosas, y sobre su conocimiento de las mismas. Un hecho que no querrá responder ante el juez, pero que los españoles tienen derecho a conocer.

Sánchez pretende crear la niebla con la que desorientar a los ciudadanos, induciendo a pensar que la mala instrucción de una causa o la improcedente intervención de un adversario político como parte de la acusación desacredita un proceso viciado. Pero necesitará algo más que los errores de unos y el oportunismo de otros para que la mayoría de los españoles sean incapaces de distinguir entre la realidad y su coartada.

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