La noche del 19 de agosto de 1989, la explosión de un vehículo cargado de pirotecnia que se hallaba estacionado en un hipermercado de San Juan (Alicante) causó 10 muertos y 29 heridos. Eran los años del plomo y en los primeros instantes se temió por la autoría de ETA. La teoría del atentado no acabó de descartarse hasta horas después de la deflagración porque quiso la casualidad que esa misma tarde, varios medios de comunicación recibieran falsos avisos de bomba en diversos puntos de Alicante, probablemente del mismo autor. La hipótesis terrorista se desvaneció conforme los análisis de la Científica avanzaban sobre el terreno, pero ello no redujo la magnitud de la tragedia.
Aquella misma noche, a menos de 40 kilómetros del lugar de la explosión, Policarpo Díaz Arévalo, El Potro de Vallecas, defendía con 21 años en la plaza de toros de Benidorm el título de los pesos ligeros frente a un rival «difícil y correoso», el francés Alain Simoes. Poli venía de ganar el europeo meses atrás, tras labrarse una biografía trufada de calamidades durante su infancia y adolescencia y la posterior suerte o desgracia de caer a cobijo del empresario de moda en los años 80 del siglo pasado, Enrique Sarasola Lerchundi, amigo de Felipe González, bien conectado con la ‘aristocracia’ económica de Madrid (Los Albertos no se perdían un combate del Potro) y patrocinador y mecenas del púgil.
El vallecano ganó a los puntos. Sin móviles, sin internet, sin redes sociales, la noticia sobre la explosión en el hipermercado tardó en llegar al escenario del combate. La mayoría no se enteró hasta el día siguiente, razón por la cual, Poli y su equipo no dudaron en aprovecharse de la fiesta que el hotel donde se alojaba le tenía preparada a su llegada del coso taurino. Tal era la proyección social del boxeador, inédita desde los tiempos de Urtain o Perico Fernández, que allí fue recibido por el combo de bailarinas brasileñas que se encargó de amenizar los entreactos de la pelea. Con aura de jet set, a mitad de la fiesta desapareció con la chica encargada de anunciar los asaltos y entre los invitados no faltaron autoridades locales, periodistas, disc jockeys o veraneantes que cada noche daban lustre a las discotecas de moda, como Penélope o KM. Entre ellas, una exnovia argentina de Julio Iglesias, con quien Poli se atrevió a dar unos pasos de aquella Lambada de Kaoma, la canción del verano.
A partir de esa noche y durante las nueve siguientes, decidido a pasar unas minivacaciones antes de regresar a entrenar a El Espinar (Segovia), Poli solo pisó el hotel para descansar las pocas horas que le permitía la noche benidormense, que por entonces conservaba el encanto kitsch de las décadas de 1970 y 1980, las de la Transición y la Movida, las fiestas hasta el amanecer, los playboys, los gigolós y el mito de las turistas en busca del supuesto macho español. Pertrechados de máquinas fotográficas fáciles de llevar en el bolso o como inevitable riñonera, un gentío avasallaba cada noche al Potro en su su ronda nocturna, que comenzaba en el paseo marítimo y culminaba en Nabab o KM. Allí acababa formando parte del jurado de Míster Piernas o en la zona VIP, donde volvió a encontrarse con la amiga argentina de Julio Iglesias. «¿Vieron? Qué sencillo qué amable. ¿Se quedará mucho tiempo acá?», preguntó la joven, hoy una celebridad en su país. «No veas si estás bonita», acertaba a pronunciar el púgil. «Muy bueno el combate, muy bueno, muy bueno», replicaba aquella antes de abandonar la plaza y dejar a Poli al cuidado de sus cicerones o de su preparador, Ricardo Sánchez Atocha.
Lejos de los tiempos en que acabó convertido en un espectro andante, aquellas noches de Poli Díaz eran aún el descubrimiento de un tipo de vida que jamás imaginó que tendría. Ni alcohol ni tabaco. Sus aficiones en ese momento eran apenas carnales, todavía a kilómetros de los años de la heroína, de la coca, de la delincuencia y de vivir en la calle en una tienda de campaña. Siete campeonatos de España y ocho de Europa más tarde, su mundo comenzó derrumbarse dos años después de aquella semana loca, al perder en Norfolk contra Pernell Whitaker por el cetro mundial. Se volvió perezoso, comenzó a vivir más de noche que de día y la jet set le abandonó. Nunca fue uno de los suyos. Acabó condenado por delitos menores, justo al contrario que los tres pirotécnicos procesados por la explosión del hipermercado, que acabaron absueltos en 1994. Aquella noche de agosto de 1989, se escribió una tragedia. La otra, la del mejor boxeador español de la historia, comenzaba a trazarse con renglones torcidos.