“Por mucho que los expertos os ayudemos, no hay nada más terapéutico que una cerveza en buena compañía”. Esta frase, que podría atribuirse a cualquier famoso no viene de alguien excesivamente conocido, pero para mí es una de las personas más importantes que han pasado por mi vida: mi psicóloga.  Aunque, a decir verdad, a estas alturas estoy convencido de que nos hicimos bien de manera recíproca. Como cuando el profesor aprende del alumno. Como cuando reeducamos a nuestros padres en cuestiones sexuales o, valga la redundancia, sobre salud mental.

Siempre poniendo en valor el noble arte de la psicología, y a sabiendas de que no tengo nombre -tampoco en el periodismo- como para que esto influya en alguien, lo hago con el mismo objetivo con el que escribo muchas otras cosas: que pueda servir aunque sea a un lector o lectora, bien para crear conciencia si es un tema más político, bien para que haga las veces de espejo si es uno más social, bien para que quien esté atravesando un mal momento sepa que no está solo, que absolutamente todo se supera y que no tenga miedo a pedir ayuda, si se trata de estas líneas.

He comenzado muy tremendista y no quiero engañar a nadie. No acudí al psicólogo por un problema concreto personal ni grave, sino para dar respuesta a una pregunta que me reconcomía por dentro: si lo tengo todo, ¿por qué no soy del todo feliz? Es cierto que había vivido momentos laborales de más estrés, desamores que me han marcado especialmente, alguna trifulca con familia o amigos, pero nada que no le haya pasado a cualquiera pero que a mí, sin embargo, se me escapaban de un mínimo control. Ojo, cuando se habla de gravedad es importante señalar que cualquier tema que provoque el pensamiento en exceso es un problema para quien lo tiene, sea cual sea, pero creo que se me entiende a lo que me refiero. En cualquier caso y en definitiva, que me puse en las mejores manos para ser mejor persona conmigo mismo y el resto.

Yo, afortunadamente, considero que he llegado al verano sanado (o a menos muy cerca de ello) al cien por cien, más allá de recuerdos que todavía están ahí y que en ocasiones (ya muy contadas), el nudo en el pecho amenaza con volver a aparecer, pero también sé que no todo el mundo puede decir lo mismo. A ellos, sin querer yo vestirme de psicólogo, sé que la época estival y las vacaciones pueden venirles muy bien, pero también llevarse por delante el trabajo de meses en los que se han enfrentado con el que puede llegar a ser el peor enemigo: uno mismo.

Tampoco es que estos párrafos desarrollen una tesis amplia de autocuidado o gestión de las emociones y, por supuesto, repito, porque creo que es importante, nunca pretenderé jugar a ser algo que no soy, en este caso psicólogo. Pero si se me permite la osadía de decirlo, permitámonos el lujo de hacer del verano un refugio contra nuestros monstruos en el que, a esa cerveza con nuestra gente podamos sumarle el libro en la piscina, nuestra canción favorita frente al mar o un viaje improvisado.  Intentemos que las verbenas de las plazas cambien la música que suena en nuestra cabeza, que la vuelta al pueblo nos transporte a la infancia y que nunca, tampoco este año, cerremos la puerta a los amores de verano. Quien sabe si nos terminan de cerrar las heridas que nos dejaron los “casi algo”.

Nunca cerremos la puerta a los amores de verano, quién sabe si nos terminan de cerrar las heridas que nos dejaron los ‘casi algo’

 

Este es un artículo que invita a celebrar, y qué mejor que ahora, porque en verano todo sabe mejor y como hasta a quienes no les gusta el fútbol salieron a la calle con la Eurocopa, aunque ahora no te guste demasiado la vida, siempre hay un motivo por el que brindar y personas con las que hacerlo. En fin, que la época estival sirva de trinchera. Ya en septiembre, seremos otra vez guerreros de la salud mental. Y a lo mejor tú también tienes la suerte de ser el que entiende a los demás y no al que otros comprenden, o hacen por ello. Agradecido también a estos últimos por haberlo, al menos, intentado.

 

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