Hay algo indescriptible que emana de Simone Biles. Una energía de la que cuesta demasiado abstraerse justo en el momento en que completa sus ejercicios. Cuando planta los pies en el suelo, esta vez con el tobillo izquierdo protegido con una venda que el médico le puso como si tratara con la sábana santa, la gente descubre una electricidad emocional incontrolable. Una niña, muy rubia, con el chándal de las barras y estrellas de los Estados Unidos, no podía parar de llorar al verla pasar a unos metros. Biles le correspondía con esa misma sonrisa, esta vez sí sincera, que iluminó por fin París tras días de oscuridad, frío y lluvia.

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