Hay algo indescriptible que emana de Simone Biles. Una energía de la que cuesta demasiado abstraerse justo en el momento en que completa sus ejercicios. Cuando planta los pies en el suelo, esta vez con el tobillo izquierdo protegido con una venda que el médico le puso como si tratara con la sábana santa, la gente descubre una electricidad emocional incontrolable. Una niña, muy rubia, con el chándal de las barras y estrellas de los Estados Unidos, no podía parar de llorar al verla pasar a unos metros. Biles le correspondía con esa misma sonrisa, esta vez sí sincera, que iluminó por fin París tras días de oscuridad, frío y lluvia.
En el pabellón de Bercy, donde Tom Cruise aplaudía a rabiar junto a un montón de VIPs luciendo su cara de polietileno, sólo había ojos para el regreso de Biles a unos Juegos Olímpicos. Cada paso venía acompañado de una ovación pasional que sólo era contenida cuando Biles se lanzaba con seguridad a los cuatro aparatos con los que comenzó a lo grande la ronda clasificatoria por equipos. Siempre sonriendo. Siempre saludando. Incapaz de dar la espalda a todo aquel que soñaba con verla volar otra vez. Sin miedo. Sin que aparecieran aquellas malditas desconexiones mentales que sufría en el aire, que podían llegar a matarla, y por las que tuvo que abandonar en los Juegos de Tokio. Sí, después de que un tiempo atrás tuviera que recordar los abusos del depredador sexual Larry Nassar.
Junto a sus compañeras Jordan Chiles, Hezly Rivera y Sunisa Lee, y una entrenadora, Cecile Landi, que saltaba con el mismo ímpetu de la niña con la que comenzamos este relato, a Simone Biles no le hacía falta jugarse este domingo parisino ninguna medalla. Sólo necesitaba comprobar que su mente vuelve a estar conectada con ese prodigioso físico que vuelve a estar a punto después de dos años en los que ella mismo gestionó cómo, cuándo y cuánto entrenar.
En la barra, a Biles se la vio gigantesca (14,733). Cuando clavó el doble mortal hacia atrás, ella mismo, pero también el volcán de lágrimas de Bercy, sabían que había vuelto. Tras lucirse también en el suelo (14,600), llegó otro de los momentos más esperados. Porque era en el salto cuando retomaría el asombroso ‘yurchenko’ con doble mortal carpado, realizado de manera sublime (15.300, con una dificultad de 6,400 y una ejecución de 9,400). Mientras, sus compañeras de equipo echaban las manos al aire. Biles volvió a la posición de salida a gatas, con el tobillo algo dolorido. Pero al levantarse, volvió a sonreír y a saludar a quien hiciera falta.
Acabó en las asimétricas, donde prefirió no forzar y se guardó la carta del que podría ser el sexto movimiento con su nombre: una variación del Weiler-kip, donde se rota alrededor de la barra hacia adelante con una media vuelta antes de levantarse para quedar parada de manos, seguido de una pirueta y media, con un giro de 540 grados.
Biles sumó 59,566 puntos, por delante de la campeona olímpica en Tokio, Sunisa Lee (56,132) y de Jordan Chiles (56,065). Pero eso, al menos esta vez, no era lo más importante.
Cuando acabó su concurso, Biles se fue hacia la grada norte de Bercy. Y se dejó llevar. Bailó con gusto con Chiles, y no tuvo inconveniente en ser quien encabezara cada uno de los movimientos de su equipo, respetando sus compañeras un liderazgo ganado a pulso.
Simone Biles, en paz, tranquila, ya podía ponerse el chándal negro y dejar que, al menos por un rato, los cristales y las perlas de Swarovski incrustadas en su maillot dejaran de brillar por un rato. Ya lo hacían los ojos de quienes vieron una de las resurrecciones más esperadas de la historia del deporte.