En su primer discurso tras la renuncia de Joe Biden a la reelección y su cesión de la antorcha demócrata a Kamala Harris, Donald Trump compareció genuinamente frustrado ante su público en Carolina del Norte, como ese niño glotón al que de repente le niegan el postre. Privado por primera vez en muchos meses de protagonismo, se enzarzó en una diatriba contra los medios por su supuesta renuencia a subrayar en sus crónicas las cifras de sus aforos multitudinarios o hacer planos generales de sus mítines. «Masivos», «incomparables», «hermosos». «Nunca mencionan nuestros aforos», dijo apretando los dientes. Pero Trump también dejó entrever que cualquier intento de su campaña por imponer un mínimo de disciplina a su verborrea está llamado a fracasar. El neoyorquino no ha cambiado. Sigue siendo pura anfetamina catódica y sin filtros, dispuesta a recapturar la atención que los demócratas le han robado.

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