Hace unos 100 años, Fermín Canella afirmaba que en Asturias “se siente la generosidad de los patriotas americanos que derraman incesantemente tantísimos beneficios sobre la tierra nativa. Ellos son nuestros regeneradores”. Con estas palabras Canella se refería a los miles de asturianos que, siendo casi unos niños, cruzaron el océano, trabajaron duro y tuvieran éxito o no, de formas muy variadas y con motivaciones muy diversas, estaban contribuyendo a la entrada de Asturias en la modernidad. Esta opinión era compartida por otros intelectuales de la época como Félix Aramburu, Rafel Altamira o Benito Álvarez Buylla, este último manifestaba en 1915 que los emigrantes eran «los hombres fuertes a los que Asturias debe su bienestar y su progreso». A día de hoy, un siglo después, no podemos más que suscribir esas valoraciones, porque el legado de los emigrantes, americanos, indianos, cubanos… ya que de múltiples maneras se les conoce en Asturias, es visible, incluso en el lugar más recóndito de la geografía regional.
Es difícil cuantificar la llamada obra de los americanos, si bien los datos que se manejan permiten hacernos una idea de su magnitud. Así, por ejemplo, se calcula que más de cuatrocientas escuelas, en torno a trescientas fuentes, lavaderos y abrevaderos, cerca de 150 carreteras o caminos, unas 20 instituciones asistenciales, como hospitales o asilos, fueron construidos gracias a los capitales procedentes de Ultramar, aunque es seguro que fueron muchas más y tal vez nunca podamos precisar estas cifras con exactitud. Sin duda, lo más destacado de estas inversiones, es que en su mayoría fueron realizadas en las zonas rurales de la región, dotándolas de servicios públicos de calidad, de los que probablemente no hubiesen dispuesto hasta muchas décadas después, mejorando de forma sustancial las condiciones de vida de sus habitantes. Son cientos las localidades beneficiadas por la acción de los americanos, tal vez una de las más conocida sea la villa de Llanes que, a finales del siglo XIX, disponía de hospital, asilo, servicio domiciliario de agua, alumbrado eléctrico, colegio, mercado cubierto y macelo, todo financiado con dinero de los emigrantes, pero no fue la única, se pueden mencionar muchas otras: villas como Ribadesella o Colombres, pequeños pueblos como La Ferrería o lugares tan apartados como la pequeña localidad de Abándames, en pleno corazón de los Picos de Europa, que, a principios del siglo XX, contaba con suministro de agua en sus hogares, gracias a una colecta realizada en América.
A esta modernización de los servicios públicos regionales, se sumó su participación en el desarrollo de la economía asturiana. La transformación que estaba experimentando Gijón desde finales del siglo XIX, y que lo convertiría en una urbe industrial, no se entendería sin la participación de empresarios que habían estado en América como Mariano Suárez Pola o Florencio Rodríguez. Algo parecido puede decirse del próspero Avilés de comienzos del XX, que no sería el mismo sin los hermanos Rodríguez Maribona. Incluso en el Oviedo de los Tartiere, Masaveu y Herrero se hizo un hueco un emigrante retornado como Hermógenes González. Y, no solo fueron las grandes poblaciones, las áreas rurales se vieron también favorecidas por las inversiones de los americanos que dinamizaron su economía. Ejemplos muy representativos los constituyen Venancio Díaz en Ponga, José María Díaz «Penedela» en Cangas del Narcea o Ramón Reigada en El Franco.
Lo dicho hasta el momento permite vislumbrar un panorama en el que el emigrante se convierte en un agente de modernización, pero esta modernización fue más allá del impulso a las infraestructuras o del crecimiento económico. En Cuba, en Argentina o en México los adolescentes asturianos trabajaron y se convirtieron en adultos en el seno de unas sociedades que poco tenían que ver con la que habían conocido durante sus primeros años de vida. Por lo tanto, cuando regresaron, los que lo hicieron, traían consigo un amplio bagaje que incluía nuevas formas de entender el mundo, una mentalidad diferente, a la que se sumaban hábitos y costumbres adquiridos en las modernas ciudades de América y que introducían en Asturias. Algo que fue percibido por los médicos de la época y de lo que han dejado constancia en sus topografías, estudios que van más allá de lo sanitario, para darnos una visión muy completa de la realidad socioeconómica asturiana del primer tercio del siglo XX. Especialmente interesante resulta todo lo relacionado con los adelantos en la higiene personal, ya que como señala el doctor Villalaín en su trabajo sobre Avilés “en Asturias, el elemento americano es civilizador en todo incluso en la propaganda de las buenas ventajas de la higiene” remarcando que “de América vino el uso del aseo personal”. Otro galeno, Felipe Portolá, se manifestaba en la misma línea al escribir que, en el concejo de Ponga, los emigrantes “se lavan y emplean el agua y el jabón en abundancia para el aseo personal, porque tiene algo más de ilustración que cuando marcharon y buenos hábitos higiénicos”.
El relato de las aportaciones de los americanos a la modernización regional podría seguir hasta casi eternizarnos, pero creo que estas breves pinceladas son suficientes para mostrar la dimensión de su legado, de lo que hicieron por los suyos, los que se habían quedado atrás, y no tuvieron la oportunidad de prosperar en todos los sentidos. Una obra que no puede ser olvidada, y que es necesario integrar en nuestra memoria colectiva, especialmente en un momento en el que la cuestión de la inmigración está de plena actualidad y suscita acalorados debates, porque debemos tener presente que, como acertadamente ha señalado el profesor Sergio Molina, en realidad, despreciar las migraciones es negarnos a nosotros mismos, ya que, no hace tanto tiempo, nosotros fuimos ellos. Así, no está de más recordar, que, esos miles de menores asturianos que se embarcaron hacia América, en lo que Alfonso Camín denominó «los barcos negreros de la emigración», contribuyeron con su trabajo al desarrollo de las sociedades que los acogieron, enriqueciéndolas, no solo materialmente, sino también culturalmente, y, a la vez, resultaron fundamentales para el progreso de nuestra región. Algo que fue perceptible en su época y parece que no lo es tanto en la nuestra, por lo que veo oportuno recurrir de nuevo al doctor Villalaín cuando, en otros de sus escritos, afirmaba que “Luarca debe a la emigración casi cuanto es, y la provincia entera las tres cuartas partes de lo que es”. Pues, lo dicho, no lo olvidemos.
El historiador José Manuel Prieto Fernández del Viso es doctor por la Universidad de Oviedo, profesor de enseñanza secundaria en el IES Universidad Laboral de Gijón y profesor asociado en el Departamento de Economía (Área de Historia e Instituciones Económicas) de la Universidad de Oviedo.