Este refrán forma parte de un elenco de expresiones, tanto de uso general en castellano, como propias del español de Canarias, que presentan idéntica estructura gramatical como son: «más vale maña que fuerza», «más vale magua que dolor», «más vale malo conocido que bueno por conocer», «más vale que sobre que no que falte», «más vale poco que nada», «más vale cobarde vivo que valiente muerto», «más vale lápiz chico que memoria grande», «más vale un mal arreglo que un buen pleito», «más vale prevenir que curar» o «más vale perder un amigo que una tripa». Y ello para expresar de forma directa lo acertado de una elección a afrontar o una disyuntiva ante una situación dada.
En cuanto a su origen, la más antigua recurrencia en castellano se remonta a la primera mitad del siglo XV, en un poema de Alfonso Álvarez de Villasandino en el que promete nunca más volver a jugar a los dados. Cervantes lo documenta, en versión moderna, en su obra El coloquio de los perros (1613) [«como hacen aquellos que dejan los vicios cuando no pueden ejercitarlos, aunque más vale tarde que nunca»]. Al igual que nuestro Galdós recurre a este viejo modo de hablar en Vergara [«¡Eh!… Iturbide, Arratia –dijo al franquear la puerta, seguido del calabocero y del curita–, están ustedes libres. ¡Al fin!… Más vale tarde que nunca» (Pérez Galdós;1899)].
La frase «más vale tarde que nunca» se caracteriza por la simplicidad de su argumenación, lo que apunta seguramente a la versatilidad que propicia su aplicación en multitud de situaciones que en general se refieren a que se aprueba la tardanza en realizar algo, con tal que se lleve a cabo efectivamente. Pero, no obstante su sencillez, posee un grado de trascendencia que le otorga el segundo adverbio con el que concluye la oración: «nunca».
Frente a «tarde» que se emplea para referirse a algo fuera de tiempo, extemporáneo, después de haber pasado el momento oportuno o acostumbrado para acometerlo, se concluye que peor opción es (no hacerlo) «nunca», «jamás», que en cierto modo refiere algo que está más allá de los límites temporales que lo impiden y cuyo significado va asociado a la gravedad con que se entona el enunciado que da cierto aire de solemnidad y rigor a la frase, como si nos «alongáramos» sobre el abismo de la eternidad.
Casi sugiriendo que solo aquello que hagamos en esta vida trasciende a la memoria y que mejor es aprovechar la oportunidad que se nos ofrece en ese momento, aunque sea «tarde», según los convencionalismos que marcan las pautas de conducta social. Pero su lenguaje directo y sencillo hace que puede recurrirse a ella tanto en situaciones triviales, como cuando alguien es reprendido por llegar tarde a una cita y replica de manera jocosa: «Más vale tarde que nunca», restando importancia a la falta de diligencia que ha causado impuntualidad; o supuestos de mayor entidad en los que una persona de avanzada edad manifiesta inesperadamente una decisión que sorprende a todos, cual puede ser –por ejemplo– apuntarse en la autoescuela para sacar el carné o iniciar los estudios universitarios que no pudo emprender siendo joven. Cuándo su entorno trata de advertirle que es tarde para acometer tal empresa o, incluso, disuadirle con que «ya está viejo para esas cosas» [un dicho propio para la ocasión sería: «Moro viejo no aprende idioma» que se usa de modo genérico para advertir de la dificultad que presentan las personas mayores en adoptar nuevos hábitos y aprender nuevas habilidades]. A lo que el sujeto responde con esta argumentación incontestable: «Más vale tarde que nunca» o «vale más aprender viejo que morir necio».