“Yo nunca pensé en la muerte”, sentencia José Salgado Blanco (Vences, Monterrei, 1924) encajado en el sofá de la casa que lo vio nacer hace más de un siglo. Recibe la visita cómodo, en las zapatillas que él mismo todavía remienda. El entrevistador le saluda: “Venimos a hacerle unas preguntas para la ciencia”. Le habla Pablo García Vivanco, farmacéutico y presidente de la asociación Ourensividad, equipo que lidera el primer trabajo de campo sobre centenarios, una barrera que traspasan cerca de 300 personas en la provincia.
Vivanco porta un documento con más de cien parámetros que miden la calidad de vida de mujeres y hombres longevos, cuyas biografías interesan al demógrafo belga Michel Poulain y a otros expertos internacionales, que buscan en Ourense la sexta zona azul del mundo, un distintivo del bienvivir, donde las tasas de habitantes de cien años se disparan.
La ruta está en marcha: la historia de una docena de centenarios del interior ourensano anima a los investigadores a dilucidar las primeras hipótesis. Roberto Fernández, médico rural y coordinador del estudio, encuentra patrones comunes: la huerta, la adicción al trabajo y ese maloserá gallego como filosofía de vida que los científicos desearían encapsular. El experimento, financiado por la Diputación de Ourense, buscará respuestas a través de 149 centenarios.
«Siempre anduve a las ganancias»
José, que nunca salió de la aldea de Vences, da su consentimiento para el estudio. “Aquí me crié, aquí anduve y aquí moriré”, espeta el hombre, deseoso de explicar cómo se ganó la vida. “Siempre quise saber más que los demás. Tuve una tienda y ganamos mucho. En todo lo que me salía en el camino, ‘apañaba’ yo. Siempre anduve a las ganancias. Eso sí, el capital lo repartí”. José, que el pasado 25 de febrero cumplió 100 años, compró un taxi cuando tenía 16 años. Aquel fue el primero de muchos negocios: agricultura, construcción, música y hasta un molino eléctrico que asegura le reportó grandes beneficios. Lo que más le enorgullece es haber estudiado. “La mía era la mejor caligrafía de todo el valle. A los 14 tuve que dejar la escuela y seguí por mi cuenta. Lo que yo querría es que se publicase mi libro”. Su hija en seguida sale al paso: “Los manuscritos los tienen en Ourense, a ver si hay suerte”. José se despide: “Lo malo nadie lo sabe, no pienso en lo que pueda venir. Yo lo que fui es feliz”.
El experimento también fue a parar a O Viñao, una pequeña aldea de Punxín, donde reside Sira Rodríguez Diz, de 101 años. Son un par de vecinos más. En la Casa del Mayor del Concello se juntan todos y se pican al parchís con el nieto del alcalde, de nueve años.
Sira comparte confidencias con Marcia, su cuidadora. “Yo secreto no tengo ninguno”, dice la centenaria. Solo Marcia logra que acepte a los desconocidos. “No hizo un análisis hasta los 82 años”, presumen los sobrinos, que viven a 100 kilómetros y alaban el buen hacer de Marcia con su tía.
Sira vivió siempre en O Viñao, donde podaba las viñas “mejor que un hombre”, dice su vecino. “Nunca estuve enferma, yo me veo bien pero ahora muchos años no creo que pasen”, dice.
La suerte de Francisco Rodicio se llama Carmen Lizán. La mujer, de 81 años, cuida de su marido de 100. “Nunca le dejo solo”, dice mientras le arropa con una manta. Francisco ha pasado una mala semana y presume del paisaje: la Ribeira Sacra asoma en la ventana.“Lo que ven es lo que hay”, dice este longevo de Parada de Sil. Faltan dos meses para que cumpla 101. Recuerda que él nació el 8 de septiembre y su mujer el 12. ¿Cómo ha llegado tan lejos?, preguntamos. “Trabajando. En las carreteras, asfaltando. Era duro, no vayas a pensar”.
Menciona el bosque que conduce al monasterio: “Esa carretera la hice yo, era todo monte”. Carmen le ayuda a regresar a la adolescencia, a cómo se conocieron de niños, viendo los toros en la tele del único vecino que tenía una. Él lo agradece: “Ahora estamos solos, ¿qué vamos a hacer? Estamos tranquilos. Si no fuera por ella, yo no valdría para nada”.
«La niña de la foto»
Julia Álvarez Álvarez nació el 1 de febrero de 1924 en la pequeña aldea de San Martiño, Cartelle, donde reside con uno de sus hijos. Apenas quedan cuatro o cinco viviendas habitadas en el pueblo. Le acompaña su hija Filo y Pucho, un cruce de labrador. “Trabajé mucho, pero había salud y se iba tirando hacia delante. En Suiza tuve un buen trabajo. Lo que se quería, al estar fuera, era ganar. Entonces, la vida también se hizo más esclava de lo que debería ser”, reflexiona la centenaria, que disfruta de la lectura del periódico y las revistas .
Julia recuerda como si fuera ayer la Guerra Civil. A su marido, que falleció en el 2000, lo reclutaron con apenas 18 años. “Y tanto que fue duro, había racionamiento y mucha miseria. Bendito sea Dios que hambre no pasamos, porque en las casas siempre había refugio”.
Julia viajó por todo el mundo con su marido. Sujeta una fotografía histórica, hecha por uno de los retratistas de la saga de los Chao de Ribadavia: ella es la niña de 14 años del centro. Están sus padres, nacidos en el siglo XIX, su hermana Amparo y un joven, que años después sería su marido. La foto tenía dos destinos: Cuba y Buenos Aires, para los familiares emigrados. Ya solo vive la niña de la foto. La agarra del brazo su hija para el paseo, rodeadas de naturaleza.
Filo, la hija de la centenaria Julia, confiesa que lo que más desea es que ella su madre siga viviendo con dignidad. “Vivir hay que vivir igual, ahora lo mejor es tener paz”, sonríe Julia.
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