Las perspectivas de la Selección Española de Fútbol son inmejorables. El juego de La Roja ha conquistado Europa y nadie teme al próximo Mundial. Las victorias del equipo de Luis de la Fuente han liquidado los recelos que un mes atrás despertaba ese señor tan sufrido en la afición y la presa deportiva. No solo ha resultado ser el seleccionador que más éxitos ha conseguido en el menor tiempo en el cargo, sino que quienes antes lo señalaban como un títere de Rubiales lo encumbran ahora como modelo de conducta, subidos al carro del vencedor. Tras los incontables palos recibidos, ahora De la Fuente se encuentra en proceso, más que de rehabilitación, de beatificación.
Y con el plantel de la Selección pasa lo mismo: estamos ante un grupo de jugadores excepcional no solo en el terreno de juego sino también en el plano humano: aunque inmensamente ricos y famosos, todos son asombrosamente modestos, forman una «gran familia», encarnan los valores más deseables, son un ejemplo para la juventud, etcétera.
Pero luego resulta que muchos de esos futbolistas creen que su habilidad en el campo o los logros de la Selección les dan carta blanca para soltar lo primero que les ocurre, como la alucinante arenga patriotera de Morata («Tenemos el mejor país del mundo, la mejor comida, los mejores sitios de vacaciones, los mejores trabajadores, agricultores, repartidores… Tenemos que saber que somos el mejor país del mundo y campeones de Europa») o las aún más sorprendentes soflamas de Rodri sobre Gibraltar. Nadie se imagina a un jugador alemán pidiendo la devolución de Alsacia y Lorena en un trance parecido, ni a ningún otro, del país que sea, intentando reconstruir el mapa político de Europa por haber ganado un torneo continental. Pero, por lo visto, España sigue siendo una excepción a la regla.
Si es cierto que hacer el ganso es una de las dispensas que la afición concede espontáneamente a sus triunfantes ídolos deportivos, no está de más señalar que la escenificación festiva del éxito de España en la Eurocopa ha vuelto a ser impresentable.
Grande debe de ser este país, como dice Morata y cantaba Manolo Escobar («¡Y España es la mejor!»), aunque no lo bastante para impedir que el delantero madrileño haya fichado por el Milan, o para hacer entender a Rodri (jugador del Manchester City) que sus sueños de reconquista sobre el Peñón, ya expuestos hace medio siglo por «José Luis y su guitarra» en su glorioso tema «Gibraltar español», chocan con la cruel realidad de la Royal Navy. Más insufrible aún que esas paridas carpetovetónicas fue el rancio ceremonial celebratorio que volvía a hacer de Madrid y de «Cibeles» el centro radial de la españolidad bien entendida, esa que a tantos puntos del país llega ya desbravada y con escaso nervio persuasivo.
A quienes habíamos asociado el papel de la Selección en la Eurocopa a una España desempolvada y diversa se nos quedó la cara de pasmo del entrenador inglés tras el gol de Oyarzábal al ver a Almeida recibir como un padre a los futbolistas a su llegada a Madrid, o a Carvajal desairando al Presidente del Gobierno, o al escuchar los cánticos del «¡yo soy español, español, español!» repetidos sin piedad al ritmo de la conocida polca rusa. Por si eso no bastara, ¿por qué todos los jugadores, o la mayoría, cada vez que tomaban la palabra en la fiesta, se empeñaban en ponerse en evidencia? ¿Qué pintaban, además, en ese fregado Ibai Llanos o la Infanta Elena? ¿Por qué la Federación no crea de una vez el cargo de tutor, o tutora, de jugadores en vista de que, fuera del terreno de juego, pocos parecen haber llegado a la edad adulta y, entregados a sus instintos, pueden crear crisis diplomáticas?
Ni siquiera ha entendido la caótica Real Federación Española de Fútbol que el éxtasis deportivo obliga a una organización elemental que impida espectáculos como el visto en Madrid el lunes pasado. El colofón de la marcha triunfal de la Selección reveló una gestión del éxito nefasta, un papelón del que nadie va a hacerse, por supuesto, responsable. El legado estético de Rubiales sigue intacto. ¡Que inventen ellos!