«A veces todavía me suena esa música, la de los tiros libres: Keeeempes, Keeeeempes». Con una fuerte afonía, Mario Alberto Kempes desde Florida todavía entona el cántico mágico de Mestalla, el de la primera vez que un estadio entonó, a coro, el nombre de un futbolista. La dimensión de la figura de Kempes en el Valencia sigue siendo, cuatro décadas después de su marcha, una especie de «big bang», una explosión cósmica de la que nunca se conocerán sus límites, ni su profundidad. Una leyenda pura del mestallismo, de alcance intergeneracional, solo comparable al impacto de Johan Cruyff en el barcelonismo, Alfredo Di Stéfano en el Madrid, Eusebio en el Benfica, Bobby Charlton en el Manchester United o de Diego Maradona en el Nápoles. Unos pocos semi-dioses, los elegidos.
Los goles de Kempes goles se han traducido en libros, canciones, en una presencia que hoy mismo sigue siendo cercana. Un mito que, como el escritor Rafa Lahuerta ha señalado en más de una ocasión, «escapa a la definición de un ídolo de masas», en parte por la propia consideración que Mario tiene de sí mismo, casi auto-irónica, alejada de los focos y la celebridad. Una personalidad discreta que no parece estar a la altura de sus gestas, ni de la impronta estética de su figura. Su imponente zancada, su golpeo invencible de zurda, su protagonismo goleador en el Valencia cuyos títulos aumentaban en intensidad superlativa (la Copa, la Recopa, la Supercopa) o en el Mundial 78, contrastan con un carácter tranquilo, del que aficionados y compañeros de equipo coleccionan múltiples anécdotas. Y que el propio Matador, define en una frase: «Dentro de la cancha era una estrella, fuera de ella tenía un Renault 5 verde. Con ese cochecito iba a todos lados. Con la fama eres la misma persona, con un par de insultos más». Con los años mejoró el coche, hasta un Opel Monza, pero no cambió a un héroe siempre con los pies en el suelo.
El mejor jugador del mundo era del Valencia, pero su presencia se advertía en los partidillos en los solares del barrio de Sant Josep, en aquella ciudad de finales de los 70 en la que la avenida Blasco Ibáñez devoraba los reductos de huerta y avanzaba hacia los poblados marítimos. Alguien daba la voz: «¡¡Kempes ha entrado en la farmacia!!». El bolo se detenía y jóvenes y vecinos de todas las edades acudían a comprobar la alerta. El gentío concentrado estallaba de júbilo al ver a Kempes, con su melena desaliñada, salir de la farmacia con una cajita de aspirinas y una tímida sonrisa. En los días de partido en Mestalla, se estableció otra tradición, la de llamar al timbre de su piso en la Plaza Honduras, muy cerquita del estadio que hacía entrar en erupción. «Al descolgar el telefonillo le pedíamos que marcara un gol por la tarde. No solía fallar», certificaba Lahuerta, un eterno ‘niño de Kempes’.
El maestro de periodistas, José Vicente Aleixandre, fue de los que mejor conocía a Kempes, al igual que su descubridor, Pasieguito, que estuvo destinado un mes en Rosario, recorriendo canchas y hasta carnicerías para saber cómo se alimentaba Mario, antes de ficharlo. «Debutamos en el Valencia y en el periodismo en el mismo año, 1976», le gustaba evocar al «Nano», fallecido en 2015, que vio en directo en el Monumental de Buenos Aires la adoración que le profesaba el público argentino. Aleixandre se exasperaba a veces con la personalidad de Kempes, tan alejada del cliché del argentino de discurso florido. En una ocasión, con motivo de una entrevista para Valencia Semanal, en una ciudad deportiva rodeada de naranjos, Aleixandre se citó con la gran figura. Antes de la entrevista, Kempes pidió un cuchillo, cogió dos naranjas de un árbol cercano y contestó a las preguntas mientras devoraba el manjar. «Cuando vengo acá, hay hinchas del Valencia de apenas 20 años que me dicen: no cambies nunca. Y sólo me habrán visto por Internet o en imágenes en blanco y negro. Imagino que será por lo que le cuentan sus padres y abuelos. Le nace así a la gente». Kempes es, también, la primera leyenda del Valencia argentino, el de los «pibes inmortales» que la peña Gol Gran popularizó junto al Piojo López y Pablo Aimar, los tres procedentes de Córdona, del interior del país, los tres protagonistas de títulos: «Los argentinos no vinimos al Valencia ni por lindos, ni por amables. Venimos para rendir, para ganar».
¿Cómo jugaba Mario, el acorazado que abría las aguas, según los periodistas ingleses? En un fútbol cuyos dorsales, del 1 al 11, que todavía no pertenecían a los jugadores, Kempes se desplegaba por todo el campo, como un jugador total. Del 8 al 11, podía jugador de lo que pretendiese. Lo confirma su compañero en el Valencia, Robert Fernández: «Mario podía jugar en las tres posiciones de ataque y también por detrás del delantero. Podía caer en los extremos, pero siempre cayendo hacia adentro, buscando portería. En el Mundial 78, jugaba en ataque junto a Luque y Bertoni. No tenía problemas».
Su polivalencia, su eficacia decisiva, su presencia oceánica en el terreno de juego le convirtieron en el mejor jugador del mundo en su época. Una verdad que el mismo Maradona, en edad juvenil, corroboraba ante las cámaras en 1979. Y que Robert confirma: «En ese momento, Mario era el mejor jugador del mundo. No había eclosionado Maradona. Cruyff no había ido a ese Mundial, Beckenbauer ya era muy veterano. Era el mejor. Máximo goleador del Mundial con la selección campeona. Nadie estaba a su nivel en rendimiento y títulos. Kevin Keegan o Rummenigge eran muy buenos, por ejemplo, pero no tan determinantes. Mario era un jugador que podía arrastrar a todo un equipo a ganar un título. No fue solo el mejor contra Holanda, en los partidos previos también fue crucial. Se ve en la final de Copa de 1979 en los dos goles contra el Madrid”.
Tan poco partidario de dedicarse juegos florales, ¿cómo se define Kempes? «Arrancaba de atrás, mantenía controlada la pelota», narra sin darse importancia el Matador. Pero sigue, acatarrado, hasta arrancar la zancada y marcar: «Era lo que más me gustaba, tener el balón desde atrás y con la vista en la portería. Si no me venía el balón en cinco minutos, me desesperaba, iba a buscarlo. ¿Qué posición es esa? Un 10, yo era un 10». Un 10 que hizo feliz a Mestalla. Un 10 inmortal, que cumple 70 años. Felicidades, Mario.