Hubo un tiempo en el que Novak Djokovic no infundía respeto, infundía miedo. Como Atila, allí donde pasaba no volvía a crecer la hierba, más aún si hablábamos de su jardín de Wimbledon. Pero como todo buen tirano, entiéndase el término desde la concepción más positiva posible, antes o después siempre aparece alguien en el horizonte más voraz. Y no porque el serbio no esté poniendo de su parte para mantener vigente esa imagen de chacal, porque ahí estaba, en la final, una más, contra todos los elementos. Contra cualquiera, menos uno. El único que él no puede controlar, el del rival que ha emergido como ese monstruo que parece llamado a retirarle.

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