Carlos Alcaraz juguetea con una pelota. La pasa entre sus piernas mientras mira a su banquillo. Tiene la final de Wimbledon bajo control, pero bajo un control en suspense, porque al otro lado de la pista está Novak Djokovic, el que siempre vuelve y el que te puede salvar tres puntos de partido. El serbio, atónito ante la superioridad del español, se ha quedado sin violín para celebrar. Es zarandeado de lado a lado. Golpeado como no había hecho nadie desde Rafa Nadal en Roland Garros, obligado a perder una final sin casi aparecer en ella (6-2, 6-2 y 7-6 (4)).

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