A la hora de comer, la vida en el distrito financiero de Canary Wharf transcurre bajo tierra. Los miles de trabajadores de las entidades bancarias y auditoras que ocupan esta zona de rascacielos del este de Londres salen de sus oficinas en busca de algo que comer y abarrotan los restaurantes y tiendas de uno de los centros comerciales más pintorescos de la capital británica. “Aquí es muy difícil orientarse porque está todo bajo tierra”, le dice un hombre inglés vestido de traje a un compañero extranjero, que no logra borrar el asombro de su rostro. “Puedes caminar kilómetros y no se acaba, así que si no lo conoces bien es fácil que te acabes perdiendo”, añade, poco antes de detenerse en un local de comida para llevar.
Los laberínticos pasillos subterráneos, que conectan varios de estos rascacielos de oficinas, recuerdan a un hormiguero. Cientos de personas circulan aceleradas de un lado para otro, con un café en la mano o con bolsas con comida, mientras que otras aprovechan el parón del mediodía para hacer alguna compra rápida en los comercios de ropa o en las tiendas de electrónica que ocupan gran parte del espacio. En los escaparates lucen americanas y pantalones de traje a precios de hasta 500 libras (casi 600 euros), así como bolsas de piel, plumas, libretas y maletines de las marcas más conocidas. También hay espacio para peluquerías e incluso para concesionarios de coches de alta gama.
La transformación
Hace más de 30 años que esta zona de Londres pasó de ser un antiguo puerto de mercancías a ser el segundo distrito financiero más importante de la capital británica, después de la City. Aquí tienen su sede algunas de las entidades financieras más importantes del mundo, entre ellas Barclays, Citigroup o Morgan Stanley. Más de 100.000 personas trabajan en este enclave, que ocupa una superficie aproximada de 1,5 millones de metros cuadrados. Desde que en 1991 se puso en pie el One Canada Square, durante años el rascacielos más alto del Reino Unido con 235 metros de altura, la construcción de edificios no ha dejado de crecer.
En una de las plazas que separa los rascacielos, varios puestos de comida sirven cientos de raciones para llevar. Es hora punta y las colas son cada vez más largas, aunque avanzan con rapidez. En la pequeña ‘food truck’ de Ka Man Chan, un chico joven de rasgos asiáticos, ya se han agotado tres de los seis platos que sirve. “En un día bueno podemos servir más de 200 raciones en menos de dos horas. En verano nos va especialmente bien, porque la gente se sienta en la plaza y aprovecha el buen tiempo”, asegura. El método de trabajo es una máquina perfectamente engrasada: hasta cuatro personas se dividen el trabajo para preparar los pedidos a gran velocidad en un espacio minúsculo.
A pesar de que muchas empresas tienen sus oficinas aquí, los efectos de la pandemia han provocado la huida de algunas de las principales compañías hacia otras zonas de la ciudad. Entidades financieras como HSBC o Moody’s han anunciado su intención de dejar sus espacios en Canary Wharf con el objetivo de adaptarse al modelo híbrido de trabajo, menos dependiente de grandes oficinas. La competencia de la City, más cercana al centro de Londres, también ha golpeado a un distrito que ha representado durante años las políticas de liberalización económica impulsadas por Margaret Thatcher en la década de los ochenta y que, ahora, sufre por adaptarse a las nuevas formas de trabajo.
Graeme, un hombre de unos 50 años, de baja estatura y pelo canoso, lustra los zapatos de un cliente en uno de los pasillos subterráneos del distrito financiero. Lleva diez años trabajando en James Shoe Care, un negocio familiar de reparación y limpieza de calzado, y ha vivido en primera persona los cambios de Canary Wharf. “La gente que trabaja en esta zona siempre ha vestido de una manera muy formal; todos los hombres iban con traje, corbata y zapatos. Esto cambió con la pandemia, ahora los códigos de vestimenta son más flexibles y nosotros hemos notado el cambio”, asegura mientras lustra los zapatos de Anthony, un hombre de negocios residente en Singapur. “Yo vengo a Londres dos veces al año y he notado mucho el cambio”, afirma el cliente, sumándose a la conversación. “Hoy es miércoles y hay mucho movimiento, pero si vienes un lunes o un viernes verás que hay mucha menos gente”, añade.
Son las 14:30 horas y el ritmo frenético de los comercios va cada vez a menos. Las estanterías de las tiendas de comida preparada están prácticamente vacías y los trabajadores se afanan en reponer los productos para el día siguiente: bocadillos, ensaladas y bandejas de sushi vuelven a poblar poco a poco las neveras. Por ahora la afluencia de clientes sigue siendo enorme, pero los nuevos tiempos obligarán a esta zona de la ciudad a destinar menos espacio a las oficinas y apostar por ampliar su oferta residencial para lograr su supervivencia.
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