La victoria en las presidenciales iraníes del candidato moderado, Masoud Pezeshkian, tiene una lectura escéptica y otra optimista, y probablemente las dos sean ciertas. La visión pesimista sostiene que, pese a su talante abierto, el nuevo presidente es un hombre leal al régimen de los ayatolás. Su victoria, como él mismo ha reconocido, ha sido posible solo gracias al apoyo del líder supremo, de quien se rumorea que intervino para evitar que fuera vetado, como sucedió con otros candidatos moderados. El perfil del nuevo presidente le hace idóneo para rebajar la polarización social con vistas al ya no muy lejano momento en que deberá elegirse relevo para Ali Jamenei. De hecho, ya se ha registrado un avance en la participación electoral tras varios comicios en los que gran parte de la población dio la espalda al régimen de la única forma en que podía hacerlo: con su abstención.
Para mejorar la vida de la gente, el presidente electo propone normalizar relaciones con Occidente y reactivar el pacto nuclear, asuntos que, recuerdan los escépticos, no están en su mano. Pero quienes acogen su elección con moderado optimismo tienen a su vez razones para defender que sus 16 millones de votantes exigen cambios. El problema es que algunos de esos cambios no dependen siquiera de Jamenei, sino de que el contexto internacional y en Oriente Próximo incentive un nuevo rol de Irán. De producirse tal ventana de oportunidad, qué duda cabe, la elección de Pezeshkian facilitará las cosas.