La estabilidad de los sistemas de partidos en las democracias occidentales se ha basado tradicionalmente en la existencia de fuertes lealtades partidistas. Los ciudadanos, en parte por sus características sociológicas y en parte por sus preferencias ideológicas, algo que en muchas ocasiones estaba relacionado, desarrollaban una identificación positiva hacia un determinado partido que implicaba un voto sostenido al mismo a lo largo del tiempo. Además, la consolidación de los sistemas de bienestar con la mitigación de las diferencias sociales y la aparición de las clases medias que generó provocaron una creciente convergencia ideológica dando lugar a un nuevo tipo de partido, el atrápalotodo o catch-all, que se distinguió por difuminar sus contornos ideológicos y por no dirigirse a un único segmento de la sociedad sino a todos. Sin embargo, el fin de la ideología que había preconizado Daniel Bell no acabó de consolidarse y a partir de los años setenta, nuevas ideologías, algunas de ellas hijas de los nuevos movimientos sociales como el ecologismo, el feminismo o el pacifismo y otras, como la derecha radical, herederas de la peor tradición del período de entreguerras, cuyo primer exponente fue el Frente Nacional, emergieron. Los viejos partidos empezaron a ver amenazada su hegemonía y a partir de ese momento hizo su aparición el fenómeno de la volatilidad electoral, hasta entonces desconocido, que les hizo perder apoyos de manera progresiva hasta el punto que algunos de los sistemas de partidos surgidos tras la segunda posguerra acabaron desapareciendo.

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