Ismael Martínez García es médico geriatra
Cada tiempo tiene su peculiaridad en función de las coyunturas sociales, económicas, políticas y personales que le correspondan. Este tiempo de ahora, un tiempo «post» de casi todo, repudia una cultura milenaria cimentada en sus valores y la pretende cambiar de forma acelerada y sin consenso. No resultará fácil la adaptación al nuevo escenario para los «baby boomer» (nacidos entre 1949 y 1968), quizá tampoco sea sencillo para la generación X (1969-1980). Eso sí, más favorable lo tendrán los de menor edad: Millenials, Generación Z y sobre todo los Alfa (posteriores a 2011), pero ¿cuánto les durará esa primacía si persiste el trepidante ritmo con el que todo cambia, incluidas las costumbres y los modos de pensar y hacer? Quizá no tanto como una breve noche de verano, tras la cual lo que hoy se disfruta como virtud y privilegio, luego, probablemente se torne en adversidad.
Es evidente que desde hace unas pocas décadas la sociedad se está transformando de forma acelerada. A las personas de mayor edad les resulta más complejo desenvolverse en los entresijos de la vida social. Los esquemas culturales arraigados durante años no resultan fáciles de conservar. Por contra, el terreno donde sembrar nuevos ideales y modos de vida tampoco es el adecuado para obtener buenos frutos según se van cumpliendo años.
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Todo esto viene a colación por ciertos interrogantes que pueden sobrevenir y que no son fáciles de resolver cuando el tiempo apremia. Me refiero a la toma de decisiones sanitarias ante procesos agudos en personas mayores: nuestros abuelos, padres o hermanos, si llegado el momento no tuviesen la capacidad legal de obrar y se nos llegue a requerir para tomar decisiones trascendentales en modo urgente.
Hace tiempo que desde las administraciones públicas se informa a la ciudadanía para que formalice lo que antes se conocía como testamento vital y ahora se denomina documento de voluntades anticipadas, donde el titular deja constancia por escrito de los cuidados de salud que desea recibir o rechazar en el futuro, cuando él ya no pueda dictaminar.
Conviene ajustar el significado del «sentido de la vida». Esta es la decisión más difícil que deben tomar muchos familiares de enfermos, a veces sin la preparación pertinente
En las últimas décadas las mejoras en la higiene y la atención sociosanitaria consiguieron modificar sustancialmente las pirámides de población, caracterizadas en sus orígenes por la típica forma triangular de la que les viene el nombre. En ellas era plasmada la abundancia de gente joven mediante la anchura de las bases, y la escasa cuantía de personas mayores se representaba con los agudizados vértices. Hoy, las referidas gráficas de población se han transformado en pirámides invertidas o bulbos, fiel reflejo de la demografía actual.
Este envejecimiento de la población podría considerarse un hito de nuestra sociedad occidental moderna si no fuera porque va acompañado del incremento sustancial de enfermedades crónicas, muchas de ellas en exceso invalidantes. Una realidad incómoda para paciente, familia y sociedad por el elevado coste personal, social y económico que genera y donde la única duda es si seguir como hasta ahora, persistiendo en un enfoque curativo de las enfermedades, que se ha demostrado ineficaz, o quizá sea preferible cambiar de estrategia y elegir una actitud paliativa, caracterizada por vivir menos tiempo, en la mayoría de los casos, pero con más calidad, o al menos, más confort.
¿Cuáles deben ser las referencias para el cambio de actitud? Es recomendable apoyarse en tres importantes pilares que nos pueden orientar. Primero debemos valorar las preferencias que al respecto hubiese manifestado la persona por quien tenemos que decidir. En segundo lugar es importante estimar la información sanitaria recibida del profesional médico que preste la atención. Al final todo ello debe cotejarse con la ética y la moral del decisor.
Los profesionales sanitarios que atesoren un alto bagaje en el tratamiento, seguimiento y evolución del «fin de vida» serán, sin lugar a dudas, quienes mejor puedan informar y asesorar antes de tomar decisiones, ayudando al mismo tiempo a mitigar la responsabilidad de la familia. Como todos deseamos que algo tan significativo en la existencia de las personas como es la etapa de «fin de vida» se realice de la forma más acertada posible, es importante no cometer errores. Y para ello conviene ajustar con precisión el significado del «sentido de la vida», cuándo esta deja de tener sentido o cuándo ese sentido del que hablamos es superado por el «peso amargo de sobrevivir». Este es el quid de la cuestión, la decisión más difícil, la que deben tomar a diario muchos familiares de personas enfermas, a veces sin la preparación o el consejo pertinente. Ante pacientes con demencia avanzada, que ya no se puedan expresar de forma explícita, no nos resultará fácil conocer qué hay en el interior de sus mentes, qué son capaces aún de percibir, qué pueden ver sus ojos, qué siente su tacto. Solo la observación cercana por parte de los seres queridos cuando al mirarles y al sonreírles, al acariciarlos y besarlos, mientras les susurran cosas de la vida pasada en común, de lo que fueron y de lo que aún significan, sean capaces de percibir si pervive un mínimo atisbo de emoción en esos cuerpos, con certeza el mejor indicador de que la vida «aún sigue teniendo sentido». En todo caso y ante las mismas circunstancias de salud, boomers, millenials o Z probablemente tomen decisiones distintas y siempre quedará la duda de cuál de ellas es la más acertada. En el fondo y motivado por los valores y la educación recibidos, incluso acrecentado por la propia vulnerabilidad que generan los años, la decisión será siempre más difícil en función de la mayor edad del decisor.
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