Desde hace unos años, el pan gallego cuenta con la Indicación de Origen Protegida, el cual implica cumplir una serie de requisitos que aseguren unos estándares de calidad. Esta nueva etiqueta lo define como «aquel pan producido en la comunidad autónoma de Galicia de corteza crujiente y dureza variable en función del formato, miga esponjosa y alveolado abundante e irregular, que se elabora de forma artesanal con harina de trigo blando».
Esto no quiere decir que no coexistan con la presencia de pan congelado o de molde, pero los expertos no dudan en asegurar que las probabilidades de encontrar buen pan en Galicia son mucho más altas a las de otras comunidades.
La clave, para muchos, está en su corteza más tostada, la cual da profundidad al sabor, y a su preparación. Según el documento oficial de la Xunta sobre el pan gallego, este se caracteriza por el uso de masa madre y una elevada cantidad de agua, así como por los largos tiempos de fermentación y cocción, la cual se da siempre en hornos con solera de piedra u otros materiales refractarios.
Así, la denominación del pan gallego implica que su corteza debe ir de dorada a marrón oscuro, con un grosor generalmente de entre 3 y 10 milímetros cuando se trata de una hogaza y de entre 1 3 en las barras. Además, la miga debe ser esponjosa, con un alveolado generoso e irregular y de color entre blanco oscuro y crema pálido.
Los dos elementos imprescindibles para hacer buen pan gallego según la IGP
En cuanto a su elaboración, la IGP deja claro que se deben cumplir dos factores fundamentales. En primer lugar, debe ser elaborado con harinas autóctonas procedentes de trigos de semillas de Galicia, que son más caras pero de mejor calidad. Actualmente, hay dos variedades que deben representar al menos el 25% del total: las harinas de Caaveiro y las de Callobre.
El otro factor fundamental es el agua, clave a la hora de obtener una buena masa gallega. Deben añadirse 75 litros por cada 100 kilos de harina.Además, la propia masa madre debe representar el 15% del peso de la harina