En septiembre del año pasado, Donald Trump protagonizó uno de los episodios más lamentables de su trayectoria. Escarneció a Joe Biden desde la soberbia de quien exhibe un (presunto) vigoroso estado de forma, haciendo burla de la condición decrépita, a su juicio, del oponente demócrata. Uno de los grandes temas que se discuten y se discutirán desde ahora y hasta el mes de noviembre (o tal vez antes, tal y como van las cosas) es el estado de salud (mental) de ambos líderes. Ya se vio el jueves pasado, en su primer debate. Biden fue capaz de aguantar de pie 90 minutos y no parecía estar drogado, como se había atrevido a insinuar el propio Trump: «Si se mantiene derecho una hora y media es que se ha tomado algo». Mantuvo el tipo, pero no superó la prueba de resistencia intelectual. Ante el alud de mezquindades, Biden vaciló, se tambaleó, patinó. Mostró una debilidad que en estos momentos ya es evidente y notoria, y no solo fruto de la máquina de propaganda republicana.

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