En esta sección de ‘Herrera en COPE’, Antonio Agredano mezcla lo “cotidiano y exótico” con una particular visión de las cosas de la vida capaz de equiparar con lo más sorprendente en sus «Crónicas perplejas»

Un jersey grandote, con agujeros, que me ponía todos los días cuando era un adolescente grunge. Mi madre lo odiaba. «No puedes ir con esas pintas», me decía. Y yo, con el pelo largo y los pantalones vaqueros rotos, le decía: «Vale, mamá». Y me ponía mi jersey y me iba a ensayar con un grupo de música que tenía que sonar como si metieras a dos mapaches en un cubo de basura metálico.

Un día busqué mi jersey en el armario y no di con él. Pregunté y mi madre me dijo: «Lo he tirado». Y no me lo creí. Rebusqué y nada. «Lo he tirado», insistió mi madre. Miré en la basura, y nada. «Ya está en el contenedor», me dijo, muy seria. Y lloré. Juro que lloré por pura impotencia.

Hay una época en la que la ropa era una personalidad. Una carta de presentación. Y yo quería ser así: un joven desaliñado, nihilista, que flotaba sobre las cosas mundanas. Y ese jersey era eso: una armadura, una forma de decir estoy aquí, pero mi cabeza está en otra parte. Ser joven tiene esas cosas. Ya tendría tiempo de crecer, de apegarme a la tierra, de sufrir por las hipotecas y los horarios, pero en aquella época solo quería ropa rota, música alta y dejadez.

Sentí que mi madre no odiaba el jersey, sino lo que significaba. Y ahora que soy padre la entiendo mejor, no me gustó aquello, no me gustó esa crudeza de tirar a la basura una parte de lo que yo era, pero el tiempo suaviza todo rencor. Ella quería que yo dejara aquella melancolía adolescente y me centrara en las cosas serias. Y el jersey fue el método que eligió para decírmelo.

Todos los amores son complejos. Todas las tristezas se alivian con el paso de los años. Pero una madre siempre quiere lo mejor para su hijo, aunque elija caminos así de inesperados



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