Sorprende que a estas alturas y con la cantidad de informaciones que se han publicado en la prensa, tanto la de verdad como la de mentira, Manos Limpias no se haya querellado todavía contra el novio de Isabel Díaz Ayuso en su denodada lucha contra la corrupción ¿Será que su batalla es sólo contra la corrupción de la izquierda?
Del mismo modo, sorprende que el líder de la oposición, tan escrupuloso con los presuntos indicios de corrupción de la mujer del presidente del Gobierno, no haya dicho nada tampoco hasta este momento de la de la pareja de su compañera Ayuso, cuya imputación judicial no se basa en indicios sino en el reconocimiento expreso de los delitos por el interesado ¿Le pasa a Feijóo como a Manos Limpias, que sólo ve lo que le interesa?
Puede que del otro lado hagan lo mismo, pero, como sucede que últimamente los que denuncian la corrupción son los que la protagonizaron durante años (¿cuántos ministros de Aznar pasaron por la cárcel o el juzgado y cuántos colaboradores de Rajoy y de Esperanza Aguirre continúan haciéndolo aún a día de hoy?), no está de más llamar la atención sobre la contradicción que supone culpar a otro de lo que se justifica o se silencia en el caso de los nuestros; es decir: ver la paja en el ojo ajeno e ignorar la viga en el propio. Máxime si quien lo hace presume de católico, como es el caso.
¿Imagina alguien lo que diría Feijóo y lo que repetirían sus colaboradores a todas horas si la mujer del presidente del Gobierno hubiera pactado con el fiscal una condena suave por sus delitos después de reconocerlos por escrito? Yo a veces trato de imaginarlo, pero mi fantasía se queda corta después de haber escuchado a Feijóo y a sus compañeros soltar sapos y culebras por la boca solo por unos indicios sustentados en informaciones sin contrastar. Imaginar lo que diría Isabel Díaz Ayuso si la que reconociera haber delinquido para rebajar la pena fuera la pareja de Pedro Sánchez en vez de la suya se escapa ya de mi imaginación pese a ser novelista de profesión.
Este es el último artículo que escribo para este periódico. Durante dos años lo he hecho intentando ser objetivo y respetuoso, cosa que a veces no es fácil dado el grado de cinismo que algunas personas demuestran, especialmente en el mundo de la política, donde parece que la verdad es moneda en desuso siempre supeditada a los intereses partidistas o personales de cada político, no al interés general, como ya contaba Luis Buñuel en sus memorias recordando el ambiente político de su juventud, que poco se diferenciaba, parece, del de nuestros días. Decía el autor de Viridiana que él había descubierto la objetividad y el surrealismo a la vez leyendo los periódicos de la República, tanto los de derechas como los de izquierdas. Casi cien años después, la cosa ha ido a peor acrecentada por esos falsos periódicos que se difunden por Internet y por las redes sociales, ese gran patio de vecindad lleno de maledicencia y odio en el que la verdad no importa, pues la política se concibe como una lucha contra el otro en la que todas las armas están permitidas. En ese ambiente, tratar de razonar y hacerlo con argumentos y no con insultos es un trabajo estéril que sólo le compensa a uno en lo que tiene de desahogo. Puede que a los lectores también, pero, llegados a un punto, puede que tanto ellos como yo agradezcamos que deje de escribir por algún tiempo y, ahora que llega el verano, me suma en ese silencio donde la recompensa es la tranquilidad de conciencia y no la razón.