La desinformación no es nueva en política. Se difunde información falsa o engañosa con el propósito de manipular las percepciones del público, para generar emociones y para movilizar.

Ya durante la Revolución Francesa, Jean-Paul Marat, el editor de L’Ami du peuple, lo sabía y frecuentemente propagaba historias alarmistas y rumores que contribuían a la paranoia y al miedo. Por ejemplo, publicó varios artículos donde acusaba a los aristócratas y a los clérigos, incluso aunque estuvieran en prisión, de intentar envenenar el suministro de agua de París. Marat citaba detalles de cómo lo hacían y a menudo incluía nombres y apellidos, aunque carecía de pruebas reales. No importaba. El clima de miedo y odio era tal que, entre el 2 y el 6 de septiembre de 1792, multitudes enfurecidas asaltaron cárceles para asesinar a más de mil prisioneros, la gran mayoría aristócratas, pero también a cualquier persona medianamente moderada. Sin ninguna prueba, solo a partir de información falsa.

En un contexto de polarización la desinformación suele obtener mayores réditos al encontrar un terreno fértil para tales tácticas. Por supuesto —y por fortuna— no suele ser usada para asesinar, como hemos visto en la Revolución Francesa y que sería la consecuencia más radical, pero sí para engañar, para manipular, para movilizar y para variar las percepciones públicas. Se trata de generar emociones. Así, tradicionalmente la desinformación intenta convencer al público de una determinada perspectiva. Sin embargo, y cada vez más, la desinformación se emplea menos para convencer de que una falsedad es real y más para sembrar dudas sobre todo y sobre todos.

Se trata de socavar la confianza en la información, las instituciones y, en última instancia, en la propia capacidad de discernir la verdad. Cuantas más dudas, menos estabilidad para cualquier gobierno o país. Según expone Anne Applebaum, en un reciente artículo publicado en The Atlantic, autócratas de naciones como China y Rusia, pero también seguidores de Donald Trump dentro de Estados Unidos, están creando propaganda y desinformación para minar los principios del liberalismo.

La principal estrategia de estas autocracias no consiste en sustituir la verdad por mentiras, sino en anular completamente la noción de verdad, eliminando así la capacidad o incluso el interés en diferenciar entre lo verdadero y lo falso. Observamos fenómenos similares en muchos otros países, que buscan convencer a los ciudadanos, a través de una ingente cantidad de contenidos falsos, de que su democracia está en declive, de que sus elecciones no son legítimas y de que su civilización está en crisis. 

La inundación del espacio informativo con datos contradictorios y la constante promoción de teorías de conspiración llevan a las personas a cuestionar la validez de toda la información disponible. Y cuando no se sabe qué es cierto y qué no lo es, no se confía en nada ni en nadie. En ese contexto, los bulos se convierten en creíbles, así como quienes los difunden, y se logra generar la percepción de que todos los políticos —y todas las maneras democráticas de pensar— son iguales. 

Cuando las personas no pueden confiar en la información que reciben, son más susceptibles a la manipulación y menos capaces de tomar decisiones informadas. La duda paralizante puede llevar a la apatía y la inacción de una mayoría, ya que los ciudadanos pueden sentirse incapaces de discernir la verdad y, por lo tanto, ser reacias a tomar medidas. Del mismo modo, puede movilizar a quienes están ya muy politizados, que ven reafirmado su sesgo cognitivo una y otra vez, lo que los polariza aún más y lo que los convierte en un voto más fiel. 

Populismo, emociones y una estrategia, en la mayoría de las ocasiones, bien planificada. Eso es la desinformación hoy en día»

Hablamos de un entorno ideal para aquellos que buscan controlar la narrativa política a través del miedo y la ira, sin necesidad de convencer a la mayoría. Es entonces cuando es más sencillo lograr que se vote a políticos más radicales. Como todo va mal y se necesitan medidas drásticas, y no se puede confiar en nadie, entonces se confía en lo diferente y que llama la atención. Si además tiene una solución fácil, como señalar siempre a un culpable (el otro), mejor que mejor. Populismo, emociones y una estrategia —en la mayoría de ocasiones— bien planificada. Eso es la desinformación hoy en día. Si se duda de todo y de todos, tal vez se dude en votar a los de siempre, y esa es una oportunidad para quienes quieren cambiar, aunque lo que ofrezcan sea falso.

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