París. / SHUTTERSTOCK

Enrique Vila-Matas escribió un libro con ese título tan negativo y tan afirmativo al mismo tiempo, en el que cuenta, entre otras cosas, que vino a París en los setenta llevado por esa mitomanía de la que nunca se ha desprendido, para vivir en esta ciudad durante dos años con la bohemia con la que lo habían hecho sus escritores de referencia. Ese entusiasmo de juventud siempre viene alentado por la imitación, por parecernos a nuestros ídolos, pues, como dijo D’Ors -diplomático y escritor-, todo lo que no es tradición, es plagio. En París, pese a las estrecheces casi obligatorias del oficio, escribió su primer libro (La asesina ilustrada, con título de novela ejemplar de Cervantes), y fue probablemente en París, con Marguerite Duras como casera, donde se creyó escritor por vez primera, como Vargas Llosa. A mí me ha pasado un poco lo mismo, aunque sin la bohemia, ni la Duras reclamando el alquiler, ni las estrecheces de la chambre de bonne. Aquí escribí también mi primer –y único- libro, desprovisto sin embargo del romántico leit-motiv de perseguir la sombra de Hemingway por las calles y los bistrós, ni la esperanza –que en su caso era convicción- de encontrarse con su espíritu y recibir la inspiradora unción del genial suicida. Quizá no hace falta tanto esoterismo para sentirse realizado en París, pues toda ella es cine y literatura, lo que no significa que vivir aquí sea siempre de película o de novela romántica. Dice Lawrence Durrell en «El cuarteto de Alejandría» que sólo se pueden hacer tres cosas con una mujer: amarla, sufrir por ella o convertirla en literatura. Lo mismo pasa con París, que también es mujer. Es imposible no amarla, pues su belleza desarma a cualquiera; ni sufrirla, pues se vive en esta ciudad maltratada en una tensión permanente, que raya a veces en la violencia, una rabia sorda sólo atenuada por la politesse, y que, cuando sale, lo hace en explosiones tan fulgurantes como inesperadas. Por eso lo mejor es convertirla en literatura, y quedarse a vivir en ese París celestial de los libros y las películas, esa visión idealizada que en mi cabeza siempre se representa en el blanco y negro evocador del Bonjour,tristesse de Otto Preminger. Aunque lo más importante –dice Hemingway-Vila-Matas- es siempre lo que nunca se cuenta, algún día escribiré un libro sobre esta villa, pero para hacerlo necesito tomar la distancia que da el tiempo y la confusión de los recuerdos que trae la memoria. Las circunstancias me obligan ahora a irme, a dejarla por segunda vez -yo a ella, pues ella nunca te deja a ti-, como esos amores intermitentes que nunca mueren del todo, como esas mujeres que atraviesan, hilándola, nuestra vida entera con un invisible hilo rojo, y en cuyos pechos el destino se empeña en lanzarnos con recurrencia, con la testarudez de quien te está mandando un mensaje que, en nuestro ensimismamiento, no queremos leer. Antes de que el karma haga de nuevo su magia, antes de emprender un tercer viaje vital junto a este río en el que solo se bañan los suicidas como Hemingway –pese al voluntarismo de nuestra alcaldesa-, me despido de un París lleno de gradas vacías, de castillos de hierro a medio construir, de vallas por doquier y embotellamientos monstruosos, un gigantesco estudio de cine con una banda sonora que no es de Miles Davis, sino una disfonía de bocinas y sirenas sin cola, un minuto antes de que llegue la horda olímpica como un nuevo ejército de ocupación, antes de que París se libere una vez más de sus invasores y sea de nuevo una fiesta a la que me invitaré, para ver a Hemingway acodado en el Dingo Bar junto a Vila-Matas.

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