Escatrón es un municipio zaragozano al que se llega por carreteras de firme mejorable y con una anchura que obliga a santiguarse a quienes la transitan con asiduidad. El núcleo urbano se erige sobre la vega del río Ebro y las casas, viejas edificaciones que muchas solo ven abrir sus puertas en verano, apenas dan cobijo a medio millar de paisanos a lo largo de los fríos meses de invierno. La parte nueva se asienta en lo más alto y buena fe de ello dan las modernas edificaciones y las instalaciones públicas con las que cuenta la localidad, entre ellas, el colegio y su patio aporticado, el polideportivo, las piscinas o la futura residencia de ancianos en el terreno que hace años albergaba el centro de enseñanza de educación secundaria. Queda rodeado el pueblo por olivares, muchos olivares, entre los que también se cuela algún terreno yermo en una pequeña finca de un paraje conocido como El Gradón. Bajo un ribazo cerca de allí se ha levantado un complejo que llama la atención del más despistado y que ahora se cuela en las conversaciones de todos los escatroneros tras la reciente desarticulación de una secta destructiva de nombre Evol –love al revés– que encontraba cobijo en este emplazamiento.
Vaya por delante la profusa bienvenida a Escatrón para entender el recóndito y recoleto emplazamiento elegido por cuatro foráneos –«los hippies», como les conocen en el pueblo– que supuestamente simularon un centro de autoayuda bajo el que captar seguidores y financiación con un discurso apocalíptico vaticinado para 2027. Y hasta allí se ha desplazado EL PERIÓDICO DE ARAGÓN para acceder a las instalaciones, cuyo acceso quedó restringido la semana pasada con un rudimentario cartel para evitar la llegada de los medios de comunicación. Adentrarse allí es algo más sencillo al montar en la furgoneta de un vecino que reconoce haber tomado «un cafecico» allí varias veces.
Del interior de la casa salen dos mujeres relativamente jóvenes y visiblemente desaliñadas y dentro aguarda un niño pequeño y su abuela, que intenta apaciguar los ladridos de dos perros a los que acaba dirigiendo con ella. Las chicas guardan silencio, evitan la toma de fotografías y solo la más joven se atreve a interactuar con unas pocas palabras mientras esboza media sonrisa. «Creemos que acabará saliendo la verdad y se hará Justicia», se defiende. «Somos gente que quiere vivir tranquila en el campo», añade.
Han vuelto allí tras quedar en libertad provisional después de prestar declaración ante el Juzgado de Primera Instancia e Instrucción Único de Caspe. Pero en prisión continúa Igor, el cabecilla de la organización cuyo primer contacto con el pueblo se remonta a la realización de trabajos sociales como operario del ayuntamiento al ejecutar labores de barnizado y de jardinería. «Cuando terminó, me dijo si me gustaba el pacharán porque él hacía casero, al parecer tenía endrinas, pero la botella nunca me llegó», ríe el vecino que cuenta la anécdota.
Es difícil encontrar a algún escatronero que tuviera relación con ellos porque, coinciden, «no estaban integrados en el pueblo». «Por el bar ni se les veía», precisa un jubilado que, a bordo de su bicicleta, se dirige allí, al bar, a tomar un café. Sí era normal verles los viernes en el mercadillo, donde cargaban con fruta, verdura y demás viandas y en alguna ocasión se acercaban al parque con el niño, sin escolarizar hasta que el próximo curso se estrene con la Educación Primaria.
Solo dos mujeres que se cruzan en las inmediaciones del mercadillo parecen saber algo más sobre ellos al recordar cómo hace un tiempo la encargada de mantenimiento del polideportivo expulsó a Igor de allí por las visitas, a su juicio injustificadas, durante los entrenamientos de los equipos de fútbol sala. «Él (por Igor) hablaba más con los hombres que con las mujeres», afirma una de ellas. «Ella (por la abuela) nunca te miraba a la cara y te inspiraba un poco de desconfianza», añade la misma vecina.
El complejo, al que aluden como «el chiringuito de los hippies», cuenta con un amplio terreno que poco a poco fueron proveyendo sus moradores de vida animal, aunque tuvieron que ofrecer los gansos a una vecina ante el temor de que le picaran al niño. Pero a día de hoy solo cuentan con gallinas y pequeñas tortugas y han perdido a Igor a la espera de que el proceso avance en fase de instrucción. «Todo el mundo pensaba que era una especie de yoga», se resigna un vecino mientras empuja el mentón hacia delante. «Si hubiésemos sospechado cualquier cosa, lo habríamos puesto en conocimiento de la Guardia Civil», asevera otro. Sea como fuere, nadie conocía los presuntos tejemanejes de los cuatro foráneos en Escatrón, cuyo particular emplazamiento les sirvió de cobijo.
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