Un señor mayor de 74 años llamado Bruce Springsteen ha ofrecido esta semana cinco conciertos en España y regalado quince horas de música en vivo en tres actuaciones en el estadio Metropolitano de Madrid y dos en Montjuïc.
Pero el Springsteen de hoy que se bate en retirada, alejado por cuestiones biológicas de aquellos directos salvajes que forjaron su leyenda en los ochenta, es todavía un animal escénico descomunal, capaz de acompañar a su público hasta un estado muy cercano a la felicidad. No estamos hablando de veinteañeros, sino de una parroquia talludita y con algunos achaques que ya había escuchado todas las obras maestras del músico de New Jersey antes de que Taylor Swift naciera en 1989. Y que inexplicablemente vuelve a reunirse a cada nueva cita dejando todo atrás.
Ese público se sabe a la perfección en qué estrofa de Thunder Road ofrecerá Springsteen el micrófono al público; el balanceo de brazos que repetirá todo el estadio para acompañar la interpretación de Bobby Jean o cómo entonar la parte coral de Badlands. Y aún así desea volver a participar en esa gran misa pagana. Quizá porque ver a Springsteen desatado es una experiencia que no tiene precio. Quizá porque esa música es el último hilo que une su juventud con su madurez. Tal vez porque esas canciones acompañaron una historia de amor o una amistad. Y seguramente porque nadie quiere faltar al último concierto de un artista que nos hizo tan feliz y que ahora se despide, en el último bis, cantándonos que nos verá en sus sueños.
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