Cuesta mirar las fotografías almacenadas en la memoria del ordenador. Pertenecen a un joven sin vida, de apariencia árabe, o como mínimo originario de Oriente Próximo, con el rostro hinchado, deformado y apenas reconocibles las facciones; en otras instantáneas pertenecientes al mismo dosier, se ven sus enseres y ropas, todas ellas mojadas. Y es que este migrante desconocido llegado al continente americano desde ultramar perdió la vida en el momento más crítico de la larga singladura desde su país de origen a EEUU: el cruce del río Bravo, que marca el límite entre el territorio mexicano y estadounidense en esta parte de la frontera. «Muchos se ahogan al pasar», admiten fuentes de la Fiscalía de Delitos en Agravio cometidos contra Migrantes del Estado de Coahuila, en el norte de México.
Los casos de cadáveres pendientes de identificación se acumulan en los despachos de este organismo estatal, sito en la periferia de Saltillo, la capital estatal, obligando a sus funcionarios a realizar largas gestiones y a mantener complicadas reuniones con organismos como la Cruz Roja, el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados, los consulados de los países concernidos o las propias familias. Las identificaciones son más fáciles cuando se trata de migrantes latinoamericanos, aunque no todo es fácil tampoco. Estados como Venezuela o Nicaragua no siempre cooperan a la hora de identificar y repatriar a sus ciudadanos fallecidos. La fiscalía, además, instruye a las fuerzas policiales locales para que deje tranquilos a los migrantes «si no cometen delitos», y presta particular vigilancia el paso de individuos acompañados de menores, verificando la identidad y garantizando que exista «un vínculo familiar» para evitar abusos.
Defunciones y secuestros
Uno de los casos más complicados que ha gestionado en los últimos meses la Comunidad Nicaraguense de Texas, organización con base en los alrededores de Houston, ya en el lado estadounidense de la frontera y que involucra a menores es el de una madre que cruzó el río junto a su hermano y a su hija, la cual iba en brazos del coyote (guía). «El río bajaba muy crecido, y el hermano logró pasar; la madre se ahogó y la policía mexicana encontró su cadáver en el río, pero la niña nunca apareció», denuncia a través del teléfono Justine Ochoa, al frente de la organización. «Sabemos que la niña vivió, hay testigos que la vieron después; pero nos tememos que haya podido ser entregada a trata», continúa. En su opinión, las autoridades mexicanas «no están haciendo nada» para dar con su paradero, y aunque el caso sigue abierto, su organización ha sido apartada de la investigación.
Ana Valle, colega de Justine en Ciudad de México, recuerda que en este país, amplias regiones se hallan en manos del crimen organizado y denuncia que en muchos casos, los migrantes víctimas de abusos están tan aterrorizadas que ni siquiera se atreven a denunciar. Explica que no hace mucho en Puebla, en el estado de Veracruz, hombres armados «bajaron del camión a los migrantes y les dispararon; lo peor es que, según los testigos, se trataba de miembros de la Guardia Nacional» mexicana, insiste. Una de las mujeres que viajaban en ese vehículo tuvo «una superinfección» y prefirió no informar a las fuerzas de seguridad de los hechos.
En su caminar hacia el norte, los emigrantes cuentan con un poderoso aliado: los refugios o albergues gobernados por organizaciones humanitarias u órdenes religiosas, que no solo ofrecen alojamiento y comida gratis sin hacer preguntas ni exigir documentación, sino también dan asesoramiento para establecer contacto con las autoridades de inmigración estadounidenses mediante una cita concertada, evitando el peligroso cruce ilegal de la frontera. Una de ellas es la Casa Monarca de Ayuda Humanitaria, en la zona metropolitana de Monterrey, regentada por el religioso jesuita Luis Zavala de Alba, un hombre que logró, a partir de donativos de gentes adineradas locales, reconvertir un rincón inhóspito de un barrio periférico en la Ciudad Santa Catarina, en un complejo impoluto, de coloristas muros donde se reproducen pasajes de la Biblia o proclamas en favor de los refugiados, se sirven sabrosos guisos de pollo y hasta se escolariza a los niños. «Llegó un momento en que me dí cuenta que era lo que Dios me pedía», reconoce.
La Casa del Migrante en Saltillo, también en un barrio periférico de la capital de Coahuila de Zaragoza, acoge en estos momentos a «57 personas» para una capacidad de «110», explica una de sus reponsables. «Se quedan días o meses, dependiendo de cuándo tengan la cita», relata.
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