«Entra, pues, inocente, / en las sombras del bosque». Estos son los versos con los que Andrés Sánchez Robayna (Las Palmas, 1952) cierra En el cuerpo del mundo, la summa de su poesía recientemente reeditada. Docente, traductor, ensayista y, para lo que aquí interesa, poeta, Sánchez Robayna ha llevado a cabo a lo largo de más de cincuenta años un trayecto alejado del ruido, la improvisación y el espectáculo que a menudo acompañan a los productos manufacturados a golpe de consigna y rentabilidad comercial, un itinerario marcado por el rigor extremo y el pensamiento radical en torno a los límites, las carencias y las posibilidades del lenguaje, hasta el punto de que su escritura —atravesada por unos cuantos motivos más o menos recurrentes, metáforas obsesivas que dan cuenta de un coherente y muy personal universo imaginario— puede entenderse como el testimonio de un cuerpo, es decir, una conciencia, en el mundo, esto es, en el lenguaje: «Ahora, el niño que oyó / la lengua de las hojas / puede decirle a otro / que bajo los ramajes, entreabiertos, / hablan los mundos, laten los lenguajes», leemos en uno de los poemas de Sobre una piedra extrema, un texto en el que el sujeto poético —ese infante que bien podría resultar una proyección de la voz del autor— intuye que la poesía no es que hable de la vida, sino que es o puede ser la vida.
Es un hecho que la pregunta por la poesía —sobre los límites de su lenguaje, su potencia para transformar el mundo, pero también sobre su inherente y desconcertante naturaleza— aparece de un modo reiterado en determinados planteamientos desde los inicios de la modernidad, hasta el punto, en algunos casos, de que esa cuestión se ha convertido en el núcleo esencial de la propia escritura poética. Como también lo es que la actitud que suele sostener ese interrogante no ha brotado con energía por estos pagos, una conducta que está en el origen de una actividad crítica y reflexiva que se ha trasladado a menudo a través de los propios poemas y, en ocasiones, de un modo simultáneo, en textos de aliento y alcance más o menos teóricos en los que los poetas han tratado de verter sus ideas poéticas.
Esto valdría, en mi opinión, para presentar el lugar aislado y, en cierto modo, periférico desde el que escribe Sánchez Robayna, un poeta que hace parte de la estirpe de escritores como Antonio Machado, Macedonio Fernández, Antonio Porchia, Juan Ramón Jiménez, Luis Cernuda, Edmond Jabès, Octavio Paz, Olga Orozco, Yves Bonnefoy, Joaquín Giannuzzi, Roberto Juarroz, Haroldo de Campos, José Ángel Valente, Hugo Mujica o Jenaro Talens, por citar algunos casos incontestables. Es obvio que propuestas como las que encarnan estos letraheridos, con todas sus diferencias, representan excepciones o anomalías en el curso de una poesía que, en general (y, sobre todo, en el ámbito lingüístico del español peninsular), ha renunciado al pensamiento crítico y al principio de incertidumbre sobre los que se sostiene el secreto y el misterio de la poesía, es decir, de la vida.
¿Qué (re)vela lo poético?, ¿qué borra y qué da a luz?, ¿cuál es la naturaleza de la cosa que desaparece y luego se descubre y cómo se representa?, preguntas que explícita o implícitamente aparecen a lo largo y ancho de la poesía de Andrés Sánchez Robayna, y ello, me parece, ya desde su primera entrega, Día de aire, «consciente expresión de esa otredad vertida en permanente aprendizaje», palabras que muy bien podrían servir para declarar el nido de perplejidad en el que encuentra cobijo la poesía. Ahí leemos: «Mudo caminas bajo el día de aire. / Excavas en la orilla la palabra / que dice el mar soplado. La palabra / que late desde el fondo de la roca», una roca que aparece como un motivo medular a lo largo de toda esta trayectoria (de hecho, La roca es el título de su tercera entrega, en 1984, libro por el que recibió el Premio Nacional de la Crítica). En su poemario Clima, leemos: «La roca es una forma. / Pero bajo la luz su silencio es más negro, / el mar brota más verde».
Para quienes han prestado alguna atención al estudio de cuestiones teóricas relacionadas con la modernidad y la posmodernidad —es el caso, por ejemplo y sin ir más lejos, de Sánchez Robayna—, es un hecho que la actividad artística y cultural y el pensamiento desarrollados en nuestro país han desempeñado un papel más bien exiguo en la construcción de ambas epistemes. Aquí, en España, la modernidad crítica y la crítica de la modernidad brillaron por su ausencia y la posmodernidad llegó, como casi siempre, de repente, a trancas y barrancas y con retraso para hacerse un hueco entre las bambalinas de una movida artística (sobre todo musical y cinematográfica) muy poco consistente, desprovista de la fabulosa potencia teórica que pudo darse en otras latitudes, sin apenas ideas pero con suficiente glamour (lo cierto, sin embargo, es que, viniendo como veníamos de una larga, lamentable y penosa dictadura, esa movida se vivió como una liberación y una fiesta). José Ángel Valente (un poeta, por cierto, con el que Sánchez Robayna ha compartido motivos temáticos, núcleos de intereses y afinidades estéticas) declaraba en una entrevista de 1994: «Por lo que se refiere a la modernidad o posmodernidad en nuestro país, veo sobre todo ademanes muy superficiales en lo político, en lo moral, en lo cultural», argumentos esgrimidos igualmente por Sánchez Robayna cuando califica de «tensas y difíciles» las relaciones de la cultura española con la modernidad, razones, en todo caso, que dan testimonio de la carencia de una modernidad crítica en España que, en mi opinión, al menos en parte se debe a la ruptura que aquí se produjo con la tradición de una poesía reflexiva, meditativa o conceptual.
Una poesía reflexiva que necesariamente habría de desarrollarse a partir de la soledad y el silencio, puntales imprescindibles para que pueda brotar una escritura con conciencia. Gaston Bachelard —que cuenta en su haber con aportaciones fundamentales en el campo de las poéticas del aire, el agua, la tierra, el fuego, la ensoñación y el espacio, a partir de las cuales (aunque no solo con ellas) pueden leerse muchos poemas de Andrés Sánchez Robayna— es autor de un breve y muy sugerente tratado sobre la creación poética titulado La flamme d’une chandelle, un texto que pudo también —junto a san Juan de la Cruz— dejar huella en «Para la llama de una vela», un poema de Palmas sobre la losa fría en el que puede leerse: «En el cuarto en silencio, solamente / una llama es pensada, y en la mesa / ella es la única verdad, la entera // desposesión. Se extingue aquí una vela / encendida en su nada, en la pobreza, / en el origen, llama llamadora. // La vela breve alumbra en el silencio, / en medio de la noche. Sola, umbría / y única posesión: la llama oscura».
¿Qué realidad es esa cuya densidad reside en el hecho mismo de mirar con esa «única posesión»? Podría pensarse que esa vela aproxima una oportunidad, una posibilidad, podría decirse que esa «llama llamadora» es, por sí misma, un indicio, la huella no de un hecho constatado sino de un mundo por venir, es, en sí misma, en su despojo y su vacío, realidad, una llama que, en palabras de Roberto Juarroz (Poesía y realidad, 2000), «agrega realidad a la realidad, es realidad», un planteamiento similar al que encontramos en Paul Celan, quien pensaba que la realidad no está dada y, por lo tanto, había que buscarla y encontrarla a través de un proceso de indagación verbal con el que el poeta crea realidad. A la luz precisamente de la poesía de Celan, Sánchez Robayna escribió estas palabras: «El acto poético es un acto creador de realidad porque aloja la totalidad del ser en la realidad del lenguaje, pero a condición de que el lenguaje sea aparición y no ya, como en la comunicación convencional, meramente informativo, una función que el poema ha de traspasar necesariamente» («Paul Celan y el acto poético», 2004).
A partir de ahí, desde ahí, podría aducirse que muy probablemente tenía razón Wallace Stevens cuando afirmaba que a través de la metáfora podemos escapar del cliché de la realidad generando una nueva dimensión a partir de la cual la realidad original parece irreal y, de paso, reivindicar una idea de realidad más amplia y compleja que la que ofrece el realismo en su sentido más extendido, que coincide con el más alicorto y estrecho. Así, a la luz de unos versos de Stevens que Sánchez Robayna recoge al comienzo de Sobre una piedra extrema, podríamos pensar que hay una estrella verpertina, una luz muy antigua que nos permite, desde el rincón más apartado y adormecido de lo real, intuir lo (im)posible por su posibilidad. Siendo la realidad el objeto complejo de esa búsqueda, el lenguaje utilizado adopta necesariamente una carga de complejidad con la que genera una formidable sensación de extrañamiento, convirtiéndose en la casa que da cobijo a la existencia: «llegó el lenguaje a ser la destrucción / de cuanto conocía. Y era, al mismo tiempo, / la construcción de todo». De esta manera, el autor de El libro, tras la duna se refiere a la poesía celaniana en unos términos que, en parte, asimismo podrían servir para la suya: «ensanchamiento del lenguaje lírico y, por tanto, de las zonas de realidad alcanzada o lograda».
Ya en el epílogo a la primera edición de En el cuerpo del mundo en 2004, el poeta hablaba de una palabra que no deja de «entablar una constante lucha con su propia ausencia, es decir, con la inexistencia de toda palabra, con la extinción de todo lenguaje». Ausencia, inexistencia, extinción, metáforas que dan cuenta no tanto de una negatividad sino de la necesidad de llevar a cabo una expulsión del ruido, el simulacro y las falacias que ahogan y enturbian a la misma realidad, esto es, un vaciado del sentido. Vaciar. Por ahí, desde ahí, me parece, brota esta palabra poética que dice no por oposición al silencio sino como complemento de una elipsis ya de por sí reveladora.
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