La relación personal del juez Juan Carlos Peinado con la legislación urbanística está muy lejos de ser ejemplar. Tampoco su relación profesional con la Ley de Enjuiciamiento Criminal es exquisitamente impecable, como sabe bien Begoña Gómez, mujer del presidente del Gobierno Pedro Sánchez, sometida por Peinado a una instrucción penal tan sui generis que si no llega a ser prospectiva, lo parece bastante.
Los detalles de la actuación del controvertido magistrado en el caso de Gómez son conocidos, tanto como previsible parece que será el desenlace del culebrón judicial que ha tenido entretenidos a los medios durante toda la campaña electoral de las europeas porque Peinado fue publicitando los distintos pasos de su investigación, sin atender a la prudente máxima que prescribe que un juez no solo está obligado a ser imparcial sino también a parecerlo. Puede que el juez Peinado sea imparcial, pero desde luego no lo parece. Ni, lo que es peor, le preocupa no parecerlo. Se diría que es un hombre que está más allá de esas insignificantes formalidades.
Historia de un chalé
Lo que, gracias a la investigación periodística capitaneada por José María Garrido en El Plural, se ha sabido esta semana es que el juez Peinado tiene en un pueblo de Ávila un chalé sin licencia de ocupación como vivienda, inscrito como almacén en el catastro municipal y situado en una parcela que no está conectada a la red pública de saneamiento de aguas. Consta oficialmente como almacén pero en realidad es un casoplón: una insignificante formalidad. Peinado realizó en la vivienda obras por valor de más de 75.000 euros, que es la cantidad que, obligado en sentencia firme de la Audiencia de Madrid, tuvo que abonar la empresa a la que se las encargó.
Precisamente por no disponer el inmueble de red de saneamiento, el Ayuntamiento de La Adrada le denegó en 2022 la licencia de obras para hacerse una piscina. Después de llevar diez años construyéndose, el Ayuntamiento en manos del PP forzó en 2016 la calificación del solar como urbano, de manera que lo que siempre había sido ilegal, milagrosamente dejó de serlo. Insignificancias urbanísticas sin mayor trascendencia.
No es Peinado, desde luego, el primer ciudadano que trampea con la legislación sobre el suelo y torea alegremente a un ayuntamiento. Ambos especímenes son muy españoles: el de los ciudadanos que incumplen las leyes urbanísticas y el de los ayuntamientos que permiten a sus vecinos incumplirlas. Menos común es, sin embargo, el espécimen del juez que se muestra tan obsesivamente celoso en la persecución de la conducta ajena como escandalosamente permisivo e indulgente con la propia.
Distintas varas de medir
Lo instructivo del caso del chalé de Peinado es comprobar hasta qué punto utilizamos varas distintas para medir la conducta de quienes encarnan los distintos poderes del Estado. Si tu actividad está encuadrada en el poder legislativo o el poder ejecutivo, ándate con ojo, sobre todo si eres de izquierdas, pues el más mínimo tropiezo puede costarte la carrera, y no solo a ti sino también a tus familiares más cercanos, particularmente si quienes investigan tu imprudencia son jueces tan sobrados de sí mismos como Peinado o García Castellón.
En cambio, si tu actividad profesional está encuadrada en el poder judicial, ancha es Castilla: cuando un diputado o un político hacen rematadamente mal su trabajo, pagan un alto precio por ello; cuando lo hace un juez, es muy raro que alguien le pase factura alguna. El Consejo General del Poder Judicial, desde luego que no se la pasa. Un político paga sus errores preventivamente, es decir, antes incluso de demostrarse que los haya cometido (el exministro José Luis Ábalos o el expresidente valenciano Francisco Camps lo saben bien); un juez, casi nunca, ni preventiva ni retrospectivamente.
Si ese chalé un poquito ilegal de Peinado fuera propiedad no ya del presidente del Gobierno, ni siquiera de su esposa Begoña Gómez, si fuera, pongamos por caso, propiedad de un primo segundo de Pedro Sánchez con el que este hubiera tenido una cierta intimidad durante la infancia, el aparato judicial habría movilizado a sus mejores sabuesos para investigar las conexiones entre el chalé del primo y el palacio de la Moncloa. ¿Se bañó alguna vez el presidente en la piscina ilegal? ¿Era socialista el alcalde del pueblo que hizo la vista gorda ante las obras ilegales del primo de Sánchez? ¿Acaso no pasó un largo fin de semana en aquel chalé cierto accionista de cierta empresa constructora que ha ganado sustanciosos contratos en concursos públicos? ¿No fue, por cierto, esta empresa la que le vendió al primo los azulejos de la piscina? ¿Pagó los susodichos azulejos con IVA o sin IVA? ¿Por qué no aparece la factura de aquella compra? Estas y otras muchas preguntas parecidas quedarían perfectamente despejadas con una investigación judicial como Dios manda.
Ciertamente, un juez no es un ministro o un senador, pero tampoco es un particular. Como no lo es un fiscal o un policía. Saltarse la ley no tiene el mismo alcance ni significado si quien lo hace es un ciudadano de a pie o es un funcionario del Estado cuyo trabajo, encomendado constitucionalmente en nombre del pueblo, consiste precisamente en perseguir a quienes se la saltan.