Apunto, aquí, como a vuelapluma, algunos de los problemas más acuciantes de hoy.
Primero, deberíamos hablar de las tendencias demográficas. No se trata solo de la escasez de mano de obra, sino de la dirección que tomará una sociedad cada vez más envejecida. La crisis de población lleva años asolando Europa, pero no hay partes del mundo donde se oigan los chillidos de los niños numerosamente, salvo en países menos desarrollados. No es de extrañar que se hayan modificado algunas políticas públicas y que la correlación entre natalidad y desarrollo sea cuestionada.
En segundo lugar, hay una paradoja que ni siquiera los expertos saben cómo puede solucionarse. Me refiero a la que provocan los desafíos ecológicos. Apuntamos a un mundo más sostenible y verde, pero la potencia energética que requiere el avance tecnológico no es posible satisfacerla con molinos de viento y luz solar. Según los estudios, ahora el consumo de la IA es relativamente pequeño, pero se espera que crezca a pasos agigantados en el futuro. Tendremos que buscar soluciones en la geoingeniería para no despeñarnos en los años venideros. No creo que nadie esté dispuesto a renunciar al bienestar por convicciones verdes.
Hablando de tecnología, debemos referirnos a la IA, precisamente, pues suscita interrogantes que muy pocos se atreven a responder. Se habla de regulaciones éticas, de los conflictos con los derechos de propiedad, de legislaciones más escrupulosas, pero no de la modificación de hábitos culturales que pueden tener la respuesta para parar eso que los especialistas llaman singularidad. Porque si no nos recuperamos de la estupidez no podemos esperar que las máquinas no nos sobrepasen.
«Apuntamos a un mundo más sostenible y verde, pero la potencia energética que requiere el avance tecnológico no es posible satisfacerla con molinos de viento y luz solar».
En cuarto lugar, los jóvenes. Desde que se publicó hace unos meses el último libro de J. Haidt, no he dejado de leer titulares sobre la salud mental de los adolescentes. Las constantes crisis de ansiedad y las recurrentes visitas a los terapeutas tendrían que llevarnos a preguntarnos el modelo vital propuesto a los que nos sucederán. Y no se trata solo del móvil: hay que apostar -advertía alguien recientemente- por estimular su optimismo y alejar de los más pequeños la atmósfera cenicienta en que vivimos. Algo tan sencillo como encargarles tareas domésticas y procurar que pases tiempo al aire libre repercute positivamente sobre sus emociones.
Por motivos que no vienen al caso, he tomado conciencia de la crisis de la familia y el matrimonio. Creo que todavía no nos hemos percatado de que casi como el karma hay relaciones relevantes entre fenómenos aparentemente dispersos. Una mal entendida autonomía nos quiere convencer de que romper con la pareja es una decisión que incumbe solo a uno y que el individuo tiene que gobernar su vida mediante el ejercicio de su arbitrio. Pero a nadie se le escapa que no es lo mismo el noviazgo que una relación estable. O que el matrimonio.
Tampoco es igual tontear con alguien que nos atrae que tener un hijo entre ambos. Desde un punto de vista moral, la amistad y las relaciones duraderas quedan engranadas en el dinamismo del bien y de la entrega. De ahí que sea equivocado suponer que las relaciones interpersonales se rigen por las mismas reglas que nuestra relación con cosas o las mascotas, por poner un caso. Romper una relación es casi siempre un drama; dejando de lado los motivos y la sordidez, tendríamos que ser más adultos y pensar menos que “me ha dejado de gustar” puede ser una causa adecuada para romper un matrimonio o familia.
Un filósofo italiano, Francesco D’Agostino, que murió no hace mucho, explicaba que es un error garrafal contemplar el matrimonio y la vida familiar con un punto de vista contractual, como se desea hacer desde hace ya más tiempo del que imaginamos. Eso deja una institución capital para la sociedad y el desarrollo del ser humano en manos del capricho individual. La familia no es solo la célula de la sociedad, como se suele decir, sino el contexto en el que se desarrolla y crece la persona. Fuera de ella, la posibilidad de formar la subjetividad se desploma.
“La familia no es solo la célula de la sociedad, como se suele decir, sino el contexto en el que se desarrolla y crece la persona. Fuera de ella, la posibilidad de formar la subjetividad se desploma”.
Seis: la educación. Se acaban de publicar las notas de corte de las carreras y muchos alumnos se han enfrentado, solo hace unas semanas, a la prueba de selectividad. La escasez de cultura es galopante y en eso no tienen culpa los chavales ni las tecnologías. Sin un contexto cultural exigente, sin altura intelectual, quizá dentro de poco se paralice el desarrollo científico. No hay fórmulas secretas y la especialización y la obsesión pedagógica nos están llevando a adoptar medidas inútiles y poco efectivas. Si en lugar de investigaciones docentes nos preocupáramos de que los niños supieran leer y escribir, hacer cálculos matemáticos y saber historia, por ejemplo, nos iría mucho mejor. Muchas de las soluciones a nuestros problemas están ya inventadas.
Política, en último lugar. La polarización es más que evidente y el clima de resentimiento hace irrespirable la esfera pública. Y ahí entran los extremos y los centros; los políticos profesionales y los que se quieren enfrentar a la casta, aunque finalmente se integren en ella. ¿Es que hay que estar todo el día con la ideología en la mano?
Problemas, ciertamente, hay más. Estos son algunos de los que suscitan más quebraderos de cabeza y que tendríamos que examinar y afrontar entre todos. Soslayarlos, confiar en que se solucionen solos o que acabarán siendo intrascendentes es engañarse y muestra nuestro infantilismo patológico, que es, además, otro problema…