Como si se tratara de una señal en clave, Israel ha llamado la atención de Arabia Saudí. Si la de Gaza no fuese una guerra cruel y especialmente cruenta para los civiles y si el ataque en Damasco no fuera una (más que posible) violación del derecho internacional, se podría decir que Benjamin Netanyahu, primer ministro del Estado hebreo, ha usado sus bombas de última generación para codificar un mensaje a Mohamed bin Salman, príncipe heredero del reino guardián del islam:

«Jerusalén quiere volver a sentarse con Riad. Stop. Mira a quién atacamos. Stop. Irán es nuestro enemigo común«.

¿Por qué Israel quiere amigarse con Arabia Saudí (y viceversa)? Por el interés mutuo en la seguridad, por enemigos comunes a los que hacer frente, y por una apuesta de futuro para la prosperidad de la región, de la que ambos sacarían enormes réditos. Irán ocupa los focos de esos dos primeros puntos, y la sombra absoluta del tercero si se cumplieran.

Pero Jerusalén y Riad no se hablan. Al menos, oficialmente. Son enemigos de sangre, ya que la presencia de «infieles» en el suelo sagrado del antiguo mandato británico de Palestina (una dominación extranjera de la que también se libró Arabia en una guerra liderada por la familia Saud) ha sido siempre el prisma con el que se miraban unos a otros. 

Pero, ¿y si coinciden los objetivos estratégicos, al tiempo que un líder a cada lado del tablero con capacidad de apostar por el entendimiento?

Eso ya estaba pasando antes del 7 de octubre entre Israel y el reino de Arabia Saudí. Ahora, para plantearse la vuelta al camino desandado desde entonces, deben darse ciertas condiciones: la primera, incentivos a nivel geopolítico; la segunda, que la conciencia del peligro que supone el enemigo común gane peso sobre las negativas opiniones públicas recíprocas; y la tercera, una apertura israelí al diseño de una hoja de ruta política para los palestinos.

La primera, ya se atisba en el horizonte: las elecciones estadounidenses de noviembre están desequilibrando la geopolítica mundial, y cuanto antes se sellen pactos convenientes, mejor para las partes.

La segunda, se está dando en las últimas semanas: mientras los Hutíes rebajan sus acciones en el mar Rojo, Hezbolá se limita a escaramuzas desde el sur del Líbano; y el Ejército de Israel pone la mirilla ya directamente sobre Irán.

La tercera, aún está lejos. Pero estuvo muy cerca hace sólo seis meses…

Escalada Irán-Israel 

La semana pasada, Israel atacó a Irán, pero lo hizo en suelo sirio. Otro mensaje codificado de las guerras: bombardear a un Estado enemigo es una declaración política contundente, pero hacerlo fuera de sus fronteras es una señal de que uno no quiere la guerra abierta. Sobre todo, si es en respuesta a un ataque previo en suelo propio.

El bombardeo de las IDF (Fuerzas de Defensa de Israel) sobre el edificio contiguo a la embajada de Irán en Damasco, donde se reunían altos cargos de Hezbolá, la Yihad Islámica, la Guardia Revolucionaria Islámica y el gobierno sirio de Bashar al-Assad era, además, una represalia.

Respondía a un ataque con drones de ese mismo 1 de abril. Una milicia proiraní Resistencia Islámica en Irak, atentó sobre la base naval israelí de Eilat, en el golfo de Aqaba, cerca de las fronteras de Jordania, de Irak… y de Arabia Saudí.

La reunión castigada por Israel acabó con, al menos, siete muertos, miembros de la Guardia Revolucionaria, entre ellos el máximo responsable de la Fuerza Quds en Siria y Líbano, el general de brigada Mohamed Reza Zahedi, comandante de la Guardia Revolucionaria y enlace entre el gobierno iraní y estas organizaciones terroristas proxy que maneja Teherán (Hamás en Palestina, Hizbolá en Líbano, los hutíes en Yemen: Mohammad Reza Zahedi. Además, sus lugartenientes Mohammad Haji Rahim y Hussein Amir Allah.

La Inteligencia militar israelí informó de su éxito, explicando que la cita era una continuación de otras reuniones mantenidas a lo largo de las dos semanas anteriores en Teherán. Y que en ellas había participado incluso el ayatolá Ali Jamenei, líder supremo de la República Islámica de Irán desde hace más de tres décadas.

Otro modo de Bibi, mote del mandatario israelí, para terminar de tocar el timbre del palacio de MBS… el acrónimo forjado por la factoría de marketing saudí para occidentalizar al líder de facto del país.

Los antecedentes

La misma semana en la que Hamás atacó salvajemente el sur de Israel, pocos días antes del sábado 7 de octubre, un alto diplomático confirmaba a este periódico la inminencia de un anuncio conjunto entre el Gobierno de Netanyahu y el régimen de los Saud. «El acuerdo vendrá, evidentemente, con una solución para los palestinos», explicaba entonces.

¿De qué tipo? «Los detalles no son públicos aún, y sólo se explicará en generalidades», concluía. «Pero hay una hoja de ruta que interesa a las dos partes».

Es decir, que Israel se dotaría de seguridad, su casi única preocupación desde que es un Estado, primero democrático y luego próspero. Y Arabia Saudí se erigiría en líder ya no sólo espiritual, o militar, de la región, sino moral, político y, por supuesto, económico.

Aquella esperanza murió, para algarabía y celebración siniestra de Irán y sus ayatolás, en la madrugada del 7 de octubre de 2023. Ahogada en los charcos de sangre, consumida en las hogueras humanas, violentada en las violaciones y decapitada en cada ejecución que los alrededor de 2.000 terroristas ejercieron sobre los cuerpos de más de 1.400 asesinados judíos (además de los 240 secuestrados), y sus familias.

Por un lado, «la operación la decidió Hamás, con criterios de Hamás, y respondiendo a sus objetivos», explica a este diario Raz Zimmt, investigador principal del INSS (Institute for National Security Studies), perteneciente a la Universidad de Tel Aviv. «Pero no se podría haber llevado a cabo sin el apoyo económico, militar, político y logístico de Teherán».

Y por otro lado, «la acción terrorista no sólo sirvió los intereses del Movimiento de Resistencia Islámica, cuya constitución clama por la destrucción de Israel», continúa. «Sino que alimentó las famélicas tripas del régimen de los ayatolás».

Porque en Israel comparten los iraníes enemigo con Hamás (de hecho, es lo que une a estos chiíes y suníes, dos previsibles enemigos). Y porque además, el acercamiento entre Riad y Jerusalén se detuvo de golpe. Y con él, esa «hoja de ruta» para la solución política y la prosperidad económica del pueblo palestino.

Por las mismas, Israel y el reino de Arabia Saudí estarán faltos de relaciones diplomáticas oficiales, pero no de contactos extraoficiales a todos los niveles. Los Acuerdos de Abarham, auspiciados en su momento por el Gobierno estadounidense de Donald Trump, sellaron la paz entre el país de los judíos y Emiratos Árabes Unidos, Baréin, Sudán y Marruecos…

El siguiente en firmar, como ya hemos dicho, iba a ser el régimen saudí. Y eso «habría cambiado los equilibrios en la región», explica Henrique Cymerman. El periodista israelí, experto en diplomacia y conflictos de la región, tiene contactos en cada lado de estas fronteras, y el pasado otoño anticipaba insistía en su diagnóstico de «un nuevo Oriente Próximo», si nada se torcía.

Las condiciones

Cuando Netanyahu compareció ante la Knesset (Parlamento) en los días posteriores al pogromo del 7 de octubre, advirtió de que su «guerra contra Hamás» tendría, al menos, tres fases: la preparatoria, con bombardeos aéreos; la invasión terrestre, para «eliminar a los terroristas» y tratar de «liberar a los secuestrados»; y la tercera, la implantación de «un nuevo régimen de seguridad» en Gaza.

Es decir, como explicó su portavoz de Exteriores, Lior Haiat, en una entrevista a EL ESPAÑOL, «asegurarnos de que esto no puede volver a ocurrir». Lo que pasa, en la evaluación israelí del conflicto, por «evitar que Hamás no sólo vuelva a gobernar la franja, sino que pueda siquiera intentarlo».

El profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de Comillas Alberto Priego ha publicado varios artículos al respecto. Y en uno de ellos, esbozaba los posibles escenarios, contando con otra afirmación de Bibi, en los últimos meses: «No entregaremos Gaza a la Autoridad Nacional Palestina», el gobierno reconocido en los territorios de Cisjordania.

Las opciones pasan por una administración puramente israelí, muy remota por lo arriesgado de la presencia militar permanente en el pedazo de tierra más densamente poblado (de enemigos, además) en el mundo.

Otra es la entrega de las llaves de Gaza a Naciones Unidas, alternativa muy poco factible, dado el enfrentamiento abierto de Jerusalén con la ONU, tras constatarse que cientos de los trabajadores de su agencia para los refugiados palestinos, la UNRWA, son activos de Hamás y algunos, incluso, participaron en el 7-O.

Y una tercera es la formación de una coalición de países árabes para regir el territorio y «crear una buffer zone que asegure las fronteras», administre los pasos para personas, mercancías y ayuda humanitaria. Pero, sobre todo, evite incursiones similares de los distintos grupos hostiles palestinos en tierras israelíes. Esos países árabes serían Egipto, Jordania, Emiratos… y Arabia Saudí.

Y de eso ya se está hablando, según fuentes diplomáticas, en conversaciones todavía incipientes, pero largas en el tiempo. «Todo esto es necesario», concluye Zimmit. «¿Suficiente? No parece, de momento», porque los problemas internos de Bibi no terminan de hacer de su Gobierno hoy como un socio creíble a los saudíes.

Pero en las relaciones internacionales «el enemigo de mi enemigo es mi amigo». Así que el odio entre Teherán, por un lado, y Riad y Jerusalén, por el otro, dan una oportunidad a Netanyahu de escribir una página de la historia como pacificador. Al menos, una.