En la agenda del Parlamento europeo, el próximo jueves está prevista una votación para incluir el aborto como derecho en la carta de derechos fundamentales de la Unión Europea. Los Obispos de la COMECE han hecho pública una declaración en la que proclaman que los derechos de las mujeres no están vinculados al aborto, que el aborto nunca puede ser un derecho fundamental, que la UE tiene el deber de respetar las diversas culturas y tradiciones vivas en sus Estados miembros, y que la Carta de la UE no puede incluir derechos no reconocidos por todos, que provocan, además, división.

En la tradición europea los derechos y su ejercicio están en relación con el cumplimiento de unos deberes recíprocos. Lo que significa que reivindicar el aborto como derecho exige el deber de procurarlo. Siendo así, el Estado asume el deber de facilitar el aborto y poner a disposición de quien lo demande los medios necesarios para practicarlo. Como consecuencia, ese mismo Estado deja sin protección al no nacido cuyos derechos no defiende nadie. La Iglesia católica se está quedando bastante sola en la defensa de los derechos del concebido y no nacido. Y no lo hace por oposición a las mujeres, sino por compromiso con la naturaleza inviolable de toda vida humana con independencia de su estadio vital. Los seres humanos, ha sostenido también la tradición filosófica de la modernidad, son fines en sí mismos y no objetos de libre disposición. Ese principio es el que está en juego en una Europa, que no solo ha olvidado sus raíces judeocristianas, sino que, quizás por eso, lleva tiempo jugando a desbaratar la propia tradición de los derechos humanos.