Qué duro es para quienes defendemos la sanidad pública con uñas y dientes probar en nuestras carnes lo desastroso de su funcionamiento. Nada que objetar a sus profesionales, siempre al pie del cañón. Pero el sistema está colapsado, y arrastra sus males desde las bases. Si fallamos en el diagnóstico porque los recursos son escasos y los tiempos se dilatan, el edificio se derrumba porque pagarán muchos inocentes.
A pesar de que los datos de cada paciente son confidenciales, no me importa contar mi caso. Sólo es uno entre los casi dos millones de alicantinos adscritos a todas las áreas de salud de la provincia, que con leves matices funcionan en circunstancias similares.
A principios del año pasado una analítica advirtió de la alteración de mi función renal. El médico de primaria solicitó una ecografía (preferente) al Hospital de San Juan, para la que me citaron ¡cinco meses después! En ella se vislumbraba un tumor que se corroboró en un TAC la semana siguiente. Al ser del tamaño de un solomillo (9 cm. x 9 cm aproximadamente) había que extirpar el riñón. Había llegado el verano, por lo que esperé pacientemente doce semanas hasta recibir la llamada para ser intervenido. Después tuve un incidente con el parte de baja. Teniendo a mi profesor sustituto con las lecciones preparadas, no podían darle de alta hasta que no constase mi baja. A pesar de estar en la era digital, en mi convalecencia me desplacé al hospital en persona para lograr el deseado papel. Ni teléfono ni Internet.
Por cierto, en la revisión semestral el TAC se me hizo con tres horas de retraso, un incordio cuando estás en ayunas desde la noche anterior. Me han detectado insuficiencia renal en el riñón que me queda, y desviado al nefrólogo. Las agendas están cerradas. Ya me llamarán.