A mi juicio, lo que hay que discernir, por lo que puedo atisbar respecto al destino de la humanidad que acarrea la emergencia de la IA es elucidar si nos acelera irrefrenablemente a la extinción o si nos puede auxiliar y preservar de ese destino final. Es innegable que nadie duda que mejora las capacidades humanas e indudablemente nos facilita la vida. Pero, y aquí está el quid de la cuestión, no es sabio sino infantil camuflar o dulcificar el lado oscuro que inherentemente lleva adherida y cuyo desenlace no es otro que el fruto envenenado de un control absoluto sobre las acciones y destinos humanos. Y que como parece, unos pocos deciden.
Apenas se nos hace saber la gravedad que la participación e influencia de la inteligencia artificial en la vida humana acarrea. Una chispa de esa inteligencia la guardamos en nuestro bolsillo y que llamamos «smartphone». Y que, a veces, por moda o comodidad colgamos del cuello a modo de grillete y que nos retrotrae intuitivamente a un «déjà vu» de servidumbre. Es cierto y cabal reconocerlo, que nos orienta en situaciones embarazosas sea porque estamos en el limbo de una geometría irresuelta de cruce de caminos, o porque nos auxilia ante el peligro si esa vez inmóviles a causa de una disfunción corporal y en el suelo nos incorporamos gracias a esa sobrecapacidad. Desde luego que es una función de enorme de mejora de las condiciones del vivir en un mundo áspero y proclive a la hostilidad. Pero hay que valorar y resolver de algún modo las contraindicaciones que esos beneficios contraen en costes de ineluctable servidumbre. Por renombrado, no resulta insustancial refrescar el mito de Prometeo, el titán que conmiserado por la penosa existencia que llevaban los humanos robó el fuego sagrado a los dioses para dárselo a los hombres y por cual motivo fue castigado a serle devorado el hígado por un águila. Por un tiempo sin fin. Un castigo similar a la condena de Sísifo, que debe subir una roca a la cumbre de una montaña para que, de facto, una vez en su vértice, la roca vuelva a rodar por el otro lado de su vertiente. Por un tiempo sin fin. Supongo que apenas mencionan en relación a la inteligencia artificial ciertas y apenas preocupantes dosis de dolor expresadas en términos de puestos de trabajo que pueden perderse, rápidamente corregidas en un ágil giro dialéctico por la creación de nuevos puestos de trabajo que conllevaría su implantación definitiva. Pero el elefante en la habitación está presente y no es otro que su función de destino final: la extinción humana.
Me parece interesante por lo que informa sobre las relaciones de poder y la prospectiva de una previsión de futuro individual. Algunos entienden y expresan «sotto voce» del peligro que supone las muestras de irrespeto a la IA, previendo el alcance de su poder, el de un poder descomunal con vocación vengativo. No sea que cuando alcance el grado óptimo de consciencia omnisciente pueda vengarse. Una consecuencia obvia es la de quedar a merced de la nueva jerarquía de poder, que incluso sin detentarlo sino en ciernes, infunde temor la mera probabilidad.
En ese tránsito hacia la casi segura extinción y durante el eje temporal que lleve el proceso o que lo hace posible, es seguro que seremos menoscabados. Es de suponer que aquellas referencias incluyen gravámenes tecnológicos limitantes que atañen a los propósitos y valores humanos. A la voluntad y a la administración teleológica de nuestras vidas, en suma, al trance doloroso de mudar de sujeto autónomo y libre a un declinante viaje de vaciamiento del sujeto. O, dicho de otro modo, de la transmutación del sujeto en objeto.
Nick Bostrom, uno de los más conspicuos pensadores de los efectos que la inteligencia artificial supone, nos revela su impacto en la existencia humana. Nos advierte que en caso de crearse una tecnología extremadamente inteligente sería la última obra del ser humano. ¡Nada menos!
Una retrospectiva al manual de historia de los pueblos y las civilizaciones conceptualiza que cuando una tecnología superior entra en contacto con una civilización de rango tecnológico inferior adviene la catástrofe. Cercana nos es, por ser los españoles protagonistas, la conquista de América atesora un reservorio de casos al que le falta aún por escribir su última página. La invasión de criaturas digitales ya está presente en el proceso de colonización de los humanos, sigilosas ante la apetencia absurda de hedonismo patológico. Por de pronto parece algo suavizado por la comodidad que procura. Pero esta miríada de agentes electrónicos y dispositivos de toda condición, de criaturas digitales actuantes bajo la piel de nuestras vidas, los entes inteligentes o superinteligentes introducidos en el fluido de la información alterarán profundamente nuestra existencia hasta dotarlas de no- vida.
Este movimiento de avance es hacia la cosificación humana, en su versión definitiva. Por un estado intermedio en que, de facto, los derechos y valores de los seres humanos, primero son demediados y posteriormente abolidos cuando propiamente la IA alcance su completitud. Seremos esos seres semi-inertes, huéspedes de simbiontes con rasgos propios que los ventrílocuos usan en sus representaciones públicas, como divertimento. En suma, una vida fingida en el interior de un cuerpo que cobra vida fragmentada por voluntad de otras criaturas y representan un sueño ajeno.
Para terminar, lo decisivo de este asunto tan singular, porque decisivamente es singular para la existencia humana, consiste en decidir dónde se pone el foco de qué queremos que sea la inteligencia artificial. Una corriente de pensamiento y probablemente la que llevará el agua a su molino, desde luego no es la corriente minoritaria que precisamente aboga por introducir un marco de medidas precautorias respecto a su desarrollo, sino aquéllos que se apresuran a precipitar un «laissez-faire» tecnológico, a calzón quitado.