A Almeida, que es el alcalde de cine mudo de Madrid, a juego con la novia de Chaplin que es Ayuso, no le sale nada que se tenga que hacer con los pies o las manos, ni le sale la realeza castiza, ni el casticismo aristocrático. Pero resulta que en su boda se empeñó en hacer todo esto, junto y coreografiado, de ahí el espectáculo. Almeida, que es manazas y patoso a cuatro manos o a cuatro patas, se marcó un chotis con la señora que parecía un combate de Mazinger Z o una lucha angustiosa por salir de unas arenas movedizas con un cañón. Almeida, que no es majo ni chispero con patillón, abarquillaba la cintura y los morritos y parecía no ya un torero japonés sino un samurái de Carabanchel. Almeida, que se toca por lo lejano de los siglos o por lo bajo de los secreteres con la realeza, se montó una boda en la que la realeza parecía sólo del Rastro, como esos lores con cadenón falso y lamparón legítimo que aún hay por Madrid, por el mismo Rastro, el Palace o el Ayuntamiento. Y yo, más que en el feísmo de la boda, pensaba en que no puede ser bueno que un gobernante se empeñe en hacer cosas que no sabe, y menos que te lo venda como gracia, como suvenir y hasta como telediario.

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