La mañana, esa mañana eternamente repetida, juega un poco, sin embargo, a cambiar la faz de la ciudad, ese sepulcro, esa cucaña, esa colmena… ¡Qué Dios nos coja confesados! (p.273)
Comenzar de nuevo con La Colmena (1951, Vicens Vives, 1996) es volver a ver deambular a todo ese enjambre de decenas de personajes por el centro del Madrid de postguerra y, especialmente, por el café de Doña Rosa. Desde las primeras páginas encuentro la maestría descriptiva de Cela, magnífico Premio Nobel, para retratar personajes, pinceladas expresionistas y metonímicas hacia el todo: «A Doña Rosa lo que le gusta es arrastrar sus arrobas, sin más ni más, por entre las mesas» (p. 15). De todos ellos, solo sabré lo que les pasa en esos pocos días que abarca la novela, esa tediosa cotidianeidad de supervivencia, aderezada con breves historias de la vida de algunos de ellos, memorables son la señorita Élvira y Martín Marco. Todo lo demás lo infiero. A todos les pasa lo mismo que a los clientes del café, que «son gentes que creen que las cosas pasan porque sí, que no merece la pena poner remedio a nada» (p.19). Así se configura un retrato social de la sociedad madrileña con palabras, sin soflamas políticas, con narración tranquilidad y con asentimiento de la pesadumbre y ante la falta de futuro de todos ellos.
Y he vuelto a ella gracias a la celebración esta semana de la cuarta sesión del «Taller de Historia de la Literatura: redacción», en la Sede universitaria de Elda, dedicada al realismo social de los cincuenta y, claro, para mí, sin menoscabo de ninguna otra novela, ese momento es La Colmena. La busqué por casa sin encontrar mi ejemplar más que anotado de tantos años, por lo que me dirigí a la biblioteca Alberto Navarro ¡Benditas bibliotecas! Y de nuevo a disfrutar de su lectura.
Estamos en el realismo social de los cincuenta, en una de las etapas más productivas e interesantes de la literatura española, en la que la novela, mediante un narrador omnisciente, denuncia aspectos de la vida de la España del momento con el empleo de la descripción de personajes, de situaciones, de espacios y, sobre todo, con la introducción del diálogo. Se configura, por tanto, una manera de entender la novela como ya lo hicieran los realistas y los naturalistas del siglo XIX. Pero, en La colmena, además, se introduce una de las características del Cela más genial, su experimentalismo, mediante el fragmentarismo que la configura en sus 217 secuencias, ordenadas en un tiempo lineal, con muchísimos personajes y con infinidad de tramas que no tienen principio, ni tendrán final. Como en las películas Cuando de Robert Altman de los noventa, Prêt-à-Porter o Short Cuts, pero más de treinta años después.
La temática social se desarrolla en todas las vertientes que podamos imaginar, la pobreza, el estraperlo, la falta de ilusión, la aceptación de una realidad, el papel de las mujeres, el machismo, la prostitución, la delincuencia, la homofobia con La Fotógrafa y El Astilla… y en ocasiones, el autor también filosofa sobre la vida mediante la clasificación de la realidad y su interpretación de lo cotidiano, como por ejemplo la descripción de la naturaleza humana a través de los bancos callejeros y de las personas que se sientan en ellos: «Los bancos callejeros son como una antología de todos los sinsabores y de casi todas las dichas» (p.202); o la clasificación de los tipos de personas, en primer lugar, distinguiendo entre los noctámbulos puros y los noctámbulos accidentales y, después, dividiendo a estos últimos entre los que van a cines del centro y los que van a cines de barrio (pp.175-176).
Y ¿Por qué deberías de leer esta novela? Porque si se hiciera una lista de las mejores novelas de la literatura española, ocuparía una plaza (en la mía la tiene); porque gana todavía más en su relectura con la sorpresa superada y porque todavía es más profunda la disección de esa colmena en la que: «[…] vivimos un poco el tiempo de la osadía, ese espectáculo que algunos hombres de limpio corazón contemplan atónitos desde la barrera sin entender demasiado lo que sucede, que es bien claro» (p.176). Y es que, por desgracia y salvando las distancias, me suena demasiado.