El 21 de julio de 1835, Charles Dickens escribió para The Evening Chronicle: «Londres en una mañana de verano. Falta una hora para que amanezca y la imagen que ofrecen las calles de la ciudad consigue sobrecoger incluso a quienes están más familiarizados con la escena, ese grupito de hombres que ha pasado la noche persiguiendo lamentables placeres y ese otro puñado que ha ido a la caza de negocios no menos lamentables». Cualquiera que estuviera en libertad en las primeras horas en el Londres victoriano podría haberse topado con el escritor más famoso de la época recorriendo la ciudad, superando el insomnio y la depresión, pero también recogiendo material para su periodismo de campaña. En el camino habría pasado por teatros y catedrales, tiendas y pubs, el hospital psiquiátrico de Bethlem y Marshalsea, donde su padre había estado encarcelado por deudas; sintiendo esa desolación fría, como él mismo cuenta, que vaga por las avenidas silenciosas y envuelve los edificios vacíos, cerrados a cal y canto. Con esa prosa inmediata, maravillosamente escrita, llena de ingenio y sátira, y evitando todas las trampas de las novelas de tramas excesivamente elaboradas y cualquier clase de sentimentalismo.