Neus Santiago y Sergio Houghton transforman las verduras y hortalizas de su huerta ecológica de Acusa en propuestas como la garbanzada de cochino, pero sin carne de por medio.
Artenara. Antes de la raya del mediodía. Una parranda de canarios de monte, mosquiteros y dos parejas de herrerillos están de tertulia en los bebederos colgados de la terraza del número 13 de la avenida Matías Vega, la que da entrada al pueblo cumbrero. Tan entretenido anda el rebumbio de los pájaros que ni siquiera se inmutan cuando Neus Santiago y Sergio Houghton García abren la puerta de la Biocrepería Artenara, templo de la alquimia vegana.
El relato de Neus y Sergio sigue el patrón del reseteo. «Vivíamos en Barcelona, en un velero, con nuestros trabajos. Yo como directora de tiempo libre en una escuela y Sergio de jardinero. Allí coordinaba el huerto escolar, el comedor, con sus cocineros y ayudantes, hasta que un buen día decidimos dejar los trabajos y emprender la aventura…», relata Neus, natural de la capital catalana.
Primero pusieron proa rumbo a La Palma en el año 2015, donde le habían ofrecido gestionar un restaurante, pero el proyecto no terminó de carburar, que fue cuando pusieron rumbo a Gran Canaria, y más concretamente a la Artenara que vio crecer a Sergio para «abrir la casa familiar», ahora convertida en restaurante.
De huerto propio
Sobre la mesa ponen la formación en restauración de ella y el geito de él con los fogones para dar forma y sabor a las verduras, hortalizas y frutales que surte a la biocrepería desde un huerto propio ubicado en la vecina Acusa.
Houghton, al que lo único que no se le da en el surco es lo que no planta, guarda en los genes aquella niñez apegada a la naturaleza «que ha condicionado mi vida, atendiendo a los animales en un aprendizaje que jamás se te olvida». Y si a ello se suma una Neus que confiesa que lo más que le gusta en la vida es cocinar y plantar -«fui florista», puntualiza-, pues resulta que ya se ha montado el hambre con las ganas de comer…, sano.
Empezando por el huerto. De esas «tierras mágicas», del que brotan las espinacas, las acelgas, las lechugas, las cebollas de a kilo, las coles y el brócoli, los puerros y los calçots, y mil cosas más, conformando el cultivo orgánico con el certificado número 39730 de Producción Ecológica expedido por el Instituto Canario de Calidad Alimentaria, que no es cosa floja.
Con esas sustancias Neus elabora fórmulas como la salsa romesco, de tomate, almendra, avellana, aceite y especias, con las que diseña unas crepes que le vienen de antiguo y cuya historia se remonta a los años 70, a un día en el que de pequeña reciben en casa a una amiga de sus padres.
Un sutil trampantojo
«Entró en la cocina, se puso a hacerlas con mi madre y nos encantaron», recreando la fórmula de la Bretaña francesa, elaboradas con trigo sarraceno, «y que aquí servimos mucho para los celíacos, con sus harinas sin gluten».
Pero ojo, Neus advierte que de su clientela «casi nadie es vegano, digamos que es un restaurante vegano para los que no lo son», y una de las razones de ese misterio es que ella logra crear texturas difíciles de distinguir de la carne, y lo hace en una cocina también difícil de distinguir de un laboratorio en el que crea ese sutil trampantojo, que responde a una filosofía de carácter inquieto. «Hacer siempre el mismo plato, con una carta fija, no me interesa, necesito cambiar», y lo hace en un campo prácticamente experimental: la cocina vegana en la que hasta hace cinco años no ha dado grandes chefs, «que en realidad está en sus comienzos», ilustra, «y que precisamente por eso es la más creativa».
Con una experiencia de 30 años maquinando texturas como la que logra con el seitán, la proteína del trigo que no solo se siente carne, sino que sabe a carne, y con la que veganiza oxímoron, como ocurre con la isleña garbanzada de carne de cochino.
Pero al lío, que en la sala hay una pizarra con las propuestas de temporada, cuyo epígrafe ‘entrantes para compartir’ lo preside la berenjena en tres fases, la que pasa por el horno, por un posterior rebozo y luego por la sartén para acomodarla por último en una cama de romesco.
El crepe de la felicidad
También alonga la crema de batata y lentejas rojas con una crema estilo thai, con sus verduritas del huerto en un sofrito de cebolla, puerro, hojas de kale, salvia, perejil, cilantro, tomate y caldo de verdura.
Y la pakora, una suerte de nacho original de India, Pakistán y Bangladesh que se rifan chiquillos y galletones y que presenta con una proteína de guisante o de soja.
Más local resulta el crepe mediterráneo, escalonada con romero, una capa de melosa escalibada de verduras, otra de setas a la plancha, un pesto con albahaca del huerto con kale, y rematada en el ático con almendras de Pepe de Acusa y de Pedro el de las cuevas.
O el crepe de la felicidad, una ocurrencia de Neus cuando de repente se vio con una catarata de «deliciosos aguacates. Me fui a dormir pensando que qué iba a hacer con tanto aguacate en mi vida, y me desperté con el nombre del crepe y sus ingredientes, para formar un guacamole de tomate, mojo cilantro del huerto al que le añado una hamburguesa vegetariana», dice con una sonrisa de oreja a oreja, haciendo juego con el nombre que lleva el invento.
En el capítulo postres la cosa no queda atrás, con propuestas como las galletas de chocolate caliente con almendras y nueces, acompañadas con una crema fría de coco y mandarina, todo en formato grande, «porque los postres», puntualiza Neus Santiago, son para compartir». A ello se añaden dos bebidas estrellas, cada una en según el día venga caluroso o de pelete. Para lo primero, la adictiva limonada tropical, a veces con tuno indio, a veces con pitaya roja, a la que añaden plátano, limón, maracuyá y endulzado con stevia. Su clientela lo conoce como el Clípper de fresa de la Biocrepería, al punto de que a pesar que cuenta con buenos vinos y cervezas artesanales, sale a una velocidad de litros por día, porque una vez se prueba no hay forma de dejarla.