Son divertidas estas monsergas complacientes y bizantinas que afirman que si existe un país que no padece racismo es España. Por supuesto que España es un país racista. Lo que ocurre es que se trata de un racismo –hasta hoy mismo– generalmente vergonzante y relativamente domesticado. El antirracismo dura hasta que te tropiezas con un magrebí en la esquina de una madrugada cualquiera o tienes la oportunidad de insultar a un jugador negro en un estadio de fútbol. En un estado-nación que se funda casi al tiempo que persigue tozuda y cruelmente a judíos y moriscos y que impone un sistema colonial a la mayoría de un continente, reclamarlo ajeno al racismo es singularmente grotesco.
Y Canarias está incluida en la geografía humana y pasional de la xenofobia. Se me antoja delirante que en un archipiélago donde se vendieron y compraron cautivos y que fue un enclave relevante en el tráfico trasatlántico de esclavos mantenga un wishful thinking que decreta que aquí siempre ha reinado una convivencia étnica ejemplar y compartíamos en buena paz y compaña hasta el último higo chumbo. Como nadie debería ignorar miles de guanches fueron esclavizados a lo largo de los siglos XV y XVI. El profesor Manuel Lobo Cabrera –que sigue siendo una autoridad académica en esta materia– nos cuenta que eran atrapados, embarcados y vendidos en plazas como Sevilla, Valencia, Ibiza y Mallorca. «En julio de 1489», nos dice entre muchos ejemplos Lobo Cabrera, «llegó al puerto de Ibiza una carabela con 91 personas procedentes de la tierra de Canaria para venderlas como esclavos, propiedad de doña Beatriz de Bobadilla… Por esas fechas llegaron a Mallorca algunos esclavos procedentes de La Gomera, 14 mujeres y 18 hombres». ¿Quiénes trabajaban como obreros en los ingenios azucareros que se multiplican durante más de un siglo en Tenerife, Gran Canaria y La Palma? Esclavos negros subsaharianos. Canarias, en esos tiempos, distaba mucho de la muy difusa imagen guanchinesca que tenemos de nuestro pasado histórico. Era una suerte de Far West atlántico con un control metropolitano bastante laxo donde abundaban toda clase de oportunismos, sinvergüencerías, intromisiones, negociejos, delitos y crímenes, entre ellos, por supuesto, la esclavitud. Aquí disponemos material para una novela histórica estupenda que, sin embargo, no se ha aprovechado bien narrativamente, salvo algún título competente como El giro real, de Elfidio Alonso, o más juvenil y artesanamente, los relatos recreativos de Mariano Gambín.
Ocurre que además de divertido este racismo enmascarado y refutado por nuestra historia mestiza resulta preocupante. Porque si no reconoces un problema (cultural, ideológico, moral), ¿cómo vas a subsanarlo? Por supuesto que los canarios han demostrado generosidad en la acogida de los migrantes de origen africano. En otros lugares quizás se hubieran producido manifestaciones públicas de crítica y rechazo. Pero aquí no ha ocurrido ni siquiera en El Hierro. Sin embargo el racismo se manifiesta en los espacios fracasados de convivencia. Y aunque no se quiera reconocer lo que se intenta es que la convivencia no acabe de cuajar como realidad fáctica manteniendo o intensificando la derivación de los migrantes a otras comunidades autónomas. En todo caso intuyo que estamos descuidando la convivencia bajo un conjunto de valores políticos democráticos, articulados en deberes y derechos. Los desafíos a la convivencia no proceden de la migración africana, sino por la europea y americana que suele llegar legalmente por los aeropuertos. Decenas de miles de personas de una veintena de nacionalidades que se han instalados en los sures turísticos de las islas centrales, así como en Lanzarote y Fuerteventura, y que viven casi siempre encerrados en sus respectivas burbujas nacionales y culturales. Apenas se le presta atención, incluso desde los medios de comunicación. Como si no existieran. Y sin embargo existen: los nuevos isleños y sus hijos, cuyo voto, trabajo y visión será cada vez más importante en el devenir de Canarias.
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