Teníamos derecho a saberlo desde el principio. Me refiero a ese político que hace unos años, saliendo de una jaima instalada en la Puerta del Sol, y desperezándose por mor de la mala noche pasada sobre un jergón, nos anunció que era su intención «asaltar los cielos».
Confieso que a mí me corrió un frío por el espinazo que aún lo siento como si fuera ayer. Primero, la idea de asaltar que a mí me remitía a la oficina bancaria donde tenía mis ahorros. Después, la referencia a los cielos, un paraje remoto donde se asientan las glorias llamadas celestiales, donde hay coros de arcángeles, potestades, querubines, qué sé yo … en cualquier caso, espíritus puros, pacíficos, dedicados a organizar tertulias aburridas, sí, pero inocentes, dirigidas por un arzobispo o, a falta de esta dignidad, por un obispo «in partibus infidelium».
La pregunta se hacía así más y más amenazadora. ¿Para qué quería ese sujeto mal afeitado, oliendo a noche, asaltar los cielos? ¿estaría chiflado? ¿sería un orate abarrotado de intrépidos desatinos?
Porque, en mis ignorancias, hasta ese momento, yo creía que el político era un señor (luego también señora) que pretendía arreglar la carretera de su pueblo, o poner una piscina donde enseñar abundancias en el verano propicio o, si ya aspiraba a empeños más selectos, a inaugurar una Facultad de Veterinaria.
Lo de «asaltar los cielos» solo me calmaba por lo que tenía de conceptual e inconcreto.
Y, en efecto, ese político llegó al poder y vimos que lo de «asaltar los cielos» no debía alterar a nadie porque se trataba de algo inmaterial, un buñuelo relleno de aire. Y nada agradecemos más los ciudadanos que el político no precise y lo deje todo abandonado a las muecas, a signos equívocos y otras distracciones, aventadas en cada estación por otras urgencias. Así, a nadie hacen daño.
Un día nos enteramos que ese hombre, cuyo punto de mira eran los cielos, abandonaba la política, no sin advertirnos un descubrimiento: «ascender hasta el gobierno no quiere decir disponer del poder».
Esta frustrante constatación le llevó, no sin derramar alguna lagrimita, a volver a la vida privada para colmar sus aspiraciones.
Ya instalado en ella, acabamos de enterarnos cuál era el norte, la guía de su acción liberadora de la humanidad doliente, a la que había dado vueltas en aquella jaima de la Puerta del Sol, sin llegar a delimitarla.
Ya había dado con el busilis, con el meollo, el intríngulis: su sueño era abrir un bar.
¡Acabáramos, luz de las quimeras progresistas! Por un momento nos habías llenado de preocupaciones e incógnitas. Quiá …, lo que tenía en la mente este botarate era abrir un bar para alojar al parroquiano deseoso de rellenar con conocimiento de causa una quiniela, o jugar en la maquinita, o ver los cuartos de final de la contrachampions, o simplemente desaguar recio en el mingitorio…
Total, un fraude, tranquilizador pero fraude: ¡si al menos hubiera querido abrir un café, por ejemplo, el de Pombo, para alojar en él a Ramón Gómez de la Serna y a sus suicidas de la noche!
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