Ni siquiera los usuarios de Telegram concertarían una cita con los dos dueños rusos del engendro, sin vigilar cuidadosamente su cartera durante el encuentro. Son poco de fiar, por ponerlo en lenguaje no querellable. Pese a ello, la crema de la intelectualidad cibernética mira de arriba abajo a quienes no militan en la red social de obediencia a Putin. Para personajes así, desatender una petición judicial merece menos esfuerzo que desoír el claxon de otro conductor en la autopista. Por unos días, pareció que el juez Santiago Pedraz iba a tomarse en serio el desdén del gigante, así que amenazó con clausurar el servicio en España. El magistrado dio marcha atrás, lo cual no es tan peligroso para el escaso crédito de la Audiencia Nacional como para el entusiasmo de quienes ya enarbolábamos las banderolas de la revolución.