Las olas del mar Jónico se tiñeron de rojo aquel día. Envueltas en el acre humo de la pólvora y el ensordecedor estampido de los cañones, dos inmensas flotas que sumaron 400 galeras se despedazaron en Lepanto, considerada como la última cruzada de Europa. El 7 de marzo de 1571 la Liga Santa formada por naves papales, venecianas y del Imperio español de Felipe II salió victoriosa de aquella ordalía que convirtió aquel rincón del Mediterráneo en la sepultura de más de 8.000 cristianos y 30.000 turcos engullidos por la vorágine.
En el momento álgido del combate, la Galera Real comandada por Juan de Austria y la Sultana dirigida por Alí Pacha combatieron como perros de presa. En el fragor del combate, un cañonazo otomano amenazó a una gran figura de Jesucristo que se encontraba en la cubierta de la galera hispana para infundir ánimos. La leyenda reza que la figura cobró vida y movió su cuerpo esquivando el proyectil. Poco después, el líder turco, herido de un disparo, fue decapitado en una cubierta repleta de astillas.
Aquel milagroso crucifijo se venera en la catedral de Barcelona, ¿pero estuvo realmente en Lepanto? A nivel histórico, la leyenda no cuadra. Los cronistas no mencionan a ningún Cristo de tamaño natural clavado en la nave capitana, pero sí que hablan del fervor religioso que sentía Juan de Austria. Según las narraciones de la época, el líder de la flota llevaba consigo un pequeño crucifijo de madera y que en cubierta había una imagen del mesías en un estandarte ante el que «hincaron rodillas todos los cristianos de la armada».
De haber estado en la batalla, el gran tamaño de la figura conservada en Barcelona habría impedido ser clavado en la cubierta, además de dificultar las maniobras de una, ya de por sí, lenta y pesada galera repleta de esculturas y bajorrelieves religiosos. Tratando de salvar el silencio de los cronistas sobre el papel del enorme crucifijo se extendió otra versión que apuntaba, de forma poco convincente, que estuvo guardado en la bodega y en lugar de esquivar un disparo se retorció para taponar una vía de agua.
Restaurado el año pasado, su origen se remonta al siglo XIII y estuvo durante siglos cubierto de hollín, barnices y suciedad otorgándole el color negro que lo caracterizó durante generaciones, ¿pero cómo llegó a torcerse? La explicación menos piadosa afirma que fue tallado en madera joven que encogió al secarse. Se suele reconocer que esta talla nunca estuvo en Lepanto, si bien toda leyenda tiene una parte de verdad.
El auténtico Cristo de Lepanto
El padre Lorenzo van der Hammen, biógrafo de don Juan de Austria, escribió en 1627 que el bastardo de Carlos V y hermanastro de Felipe II portó en la batalla «una caja con un cristo salvado de un incendio en Madrid, y que siempre llevaba consigo». El jesuita Luis de Coloma añade que se salvó «otra vez de las llamas».
De 35 centímetros de altura, conocido como Cristo de las Batallas, de Lepanto o de los Moriscos, se encuentra custodiado en la Colegiata de San Luis, en Villagarcía de los Campos, Valladolid. Su origen se remonta a la juventud del ilustre bastardo nacido en una aventura amorosa entre Carlos V y la noble Bárbara de Blomberg en 1547. Bautizado en un principio como Jerónimo, fue puesto al cuidado de Luis de Quijada, mayordomo del rey emperador.
En una de las ausencias del mayordomo, su esposa Magdalena de Ulloa relató en varias ocasiones al joven Jerónimo cómo su esposo se había quemado la mano al rescatar entre las llamas un Cristo que había sido profanado y arrojado a la hoguera por un grupo de moriscos en Valencia.
El fuego de los combates y de los accidentes domésticos le acompañó siempre. En el hogar de Quijada, Villagarcía de los Campos, se desató un cruel incendio que amenazó las habitaciones de Magdalena y la del joven bastardo. Luis, único conocedor de la identidad del niño y temiendo desatender su misión imperial, se lanzó hacia las llamas.
Entre el asfixiante humo rescató al joven Jerónimo y después entró de nuevo al castillo en llamas y salvó a su esposa que, desde ese momento, sospechó que aquel infante no era un bastardo común. Una vez muerto Carlos V en el monasterio de Yuste se desvelaron los orígenes del bastardo y fue reconocido como parte de la familia por su hermano Felipe II. Trasladado a Madrid, la nueva capital, Jerónimo se cambió el nombre por el de Juan de Austria en honor a su abuela, la mal llamada Juana «la Loca».
«Claramente el Cristo que salvó don Luis de las llamas en Valencia estaba quemado, y al aparecer este crucifijo sufrió dos incendios más, en Villagarcía y en Madrid (en ambos casos Quijada atendió antes a Jerónimo que a su propia mujer). Sabemos que el que estaba en el estanterol de la Galera Real de Lepanto se había salvado de las llamas», explica José Cánovas García, coronel de infantería de marina retirado, en su artículo El Cristo de Lepanto, publicado por la Revista General de Marina.
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Lepanto alejó de forma momentánea la amenaza de la Sublime Puerta de Constantinopla en el Mediterráneo, pero la guerra siguió amenazando a la Monarquía Hispánica. Enviado a Flandes donde los rebeldes seguían desafiando la autoridad imperial enfermó de tifus y la muerte le sorprendió el 1 de octubre de 1578.
En Namur, temeroso de las llamas eternas del infierno que castigan a los pecadores, volvió a aferrarse a aquella pieza de madera carbonizada. Agonizante, «cerrados los ojos, inerte todo el cuerpo, con el Cristo de los moriscos sobre el pecho, que le había puesto el Padre Juan Fernández, revelándose en él la vida tan solo por el estertor fatigoso y entrecortado», relató el padre jesuita Luis Coloma sobre el final del guerrero temeroso de Dios.