Gustavo Bueno y Juan Manuel Junceda nacieron y murieron el mismo año. Los dos eran hijos de médicos que compartían la condición de «pequeños filósofos». Sus vidas, además, se entrecruzaron con alguna frecuencia: el pensador le pagaba con sus libros las consultas que el oculista nunca le cobraba, unos textos que este subrayaba con espíritu crítico. Sus dedicatorias eran geniales. «De entre los animales solo uno alcanzó el nivel de la divinidad, el hombre, quien por eso es el menos ‘comprensible’ de todos», le firmó en «El animal divino» con letra orientada hacia el ángulo superior derecho de la página.