Francia fue el primer país occidental que vio declinar el modelo parlamentario que se puso en marcha tras la Segunda Guerra Mundial, en el que competía generalmente una derecha democrática con una izquierda socialdemócrata o democristiana, y en el que las demás opciones —comunistas, radicales, neonazis— eran minorías poco relevantes. El primer aviso de que se tambaleaba el modelo de la Quinta República legado por el general De Gaulle se produjo en las elecciones presidenciales 2002, cuando, en lugar de pasar a la segunda vuelta un candidato conservador y otro progresista, como había sucedido por última vez en 1995 —se enfrentaron entonces el conservador Jacques Chirac, que logró la victoria con el 52,6% de los votos, y el socialista Lionel Jospin—, midieron sus fuerzas Jacques Chirac y el ultraderechista Jean Marie Le Pen; el socialista Jospin quedo relegado a la tercera posición en la primera vuelta, y por tanto excluido de la segunda. La sociedad francesa, horrorizada, se volcó entonces en apoyo del candidato democrático, por lo que Chirac venció al ultra Le Pen con un abrumador 82,2% de los votos, lo que significó que prácticamente toda la izquierda había votado a Chirac.
En 2007, se reiteró el modelo clásico derecha-izquierda —en segunda vuelta, el derechista de la UMP Nicolas Sarkozy venció a la socialista Ségolène Royal con algo más del 53% de los votos—, y lo mismo sucedió en 2012 —el socialista François Hollande venció a Sarkozy en segunda vuelta con el 51,6% de los sufragios-, pero en 2017 se enfrentaron en segunda vuelta el centrista Emmanuel Macron (al frente del movimiento ‘En Marche’) y la ultraderechista Marine Le Pen, con una también amplia victoria de aquel, con el 66,1% de los sufragios. Este esquema se repitió en las elecciones más cercanas de 2022, cuando Macron volvió a vencer a Le Pen, pero con un margen más estrecho: tan solo logró el 58,54% frente al 41,46% de su adversaria. Las encuestas afirman que si se celebrasen ahora elecciones (no tendrán lugar, en principio, hasta 2027), Le Pen vencería probablemente a Macron.
Lo más significativo de este proceso es que han desaparecido los conceptos masivos y tradicionales de derecha y de izquierda, al tiempo que van decantando el centro amplio, capitaneado por Macron, y un populismo reaccionario cada vez menos radical pero igualmente peligroso desde el punto de vista de la integridad democrática, encabezado por Marine Le Pen. Los viejos partidos conservadores, el liberal y el gaullista, y los clásicos partidos socialista y comunista son vestigios de lo que fueron.
Pues bien: en este caos ideológico, muy marcado por el malestar social, los franceses han conseguido llevar a cabo con rara unanimidad una reforma constitucional de fondo que consagra explícitamente en la ley fundamental el derecho al aborto, uno de los derechos esenciales de la ciudadanía. El pasado 4 de marzo, las dos cámaras parlamentarias reunidas en una sesión histórica en el palacio de Versalles, aprobaron por 780 votos a favor y 72 en contra una enmienda al art. 34 de la Constitución Francesa para establecer irrevocablemente que “una mujer tiene garantizada la libertad de recurrir al aborto”.
De este modo queda reforzada la ley de 1975 que legalizó el aborto en el país, tras una clamorosa recogida de firmas que dio lugar al “manifiesto de los 343” encabezado por Simone de Beauvoir. Una precaución en absoluto impertinente o inútil ya que ese derecho de las mujeres a disponer en plenitud de su propio cuerpo está siendo cuestionado en diversos ámbitos. En varios países europeos, particularmente en Polonia y Hungría, el derecho al aborto se ha restringido, pero sobre todo es reseñable la reaccionaria decisión del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, que anuló la decisión Roe v. Wade de 1973 y eliminó con ello el derecho constitucional al aborto, hoy problemático en numerosos estados USA.
Lo más relevante de este clamor unánime ha sido la recuperación, siquiera momentánea, de la unanimidad intelectual y política originaria en un país también cuarteado por diferencias pero consciente de que el basamento constitucional es la garantía de una supervivencia civilizada por criterios de libertad, tolerancia y respeto.