Gerald Brenan publicó en 1943, apenas cuatro años después del final de la Guerra Civil y en medio de la gran matanza de la Segunda Guerra Mundial, “El laberinto español”. Aunque en el momento de ver la luz, el texto ya adolecía de errores de percepción que lastraban sus conclusiones, la obra fue sin duda uno de los más preclaros y honestos intentos de explicar las razones del atraso español y su historia de enfrentamientos a lo largo del siglo XIX hasta llegar al peor y más cruel en el primer tercio del XX, alejándose de los tópicos que habían empañado secularmente la visión de España. Cuarenta años después de su presentación, los estudiantes de Historia todavía teníamos “El laberinto” de Brenan como referencia de lectura obligada, por muy superados que estuvieran muchos de sus presupuestos. Y salvadas las enormes diferencias entre aquella España que el hispanista estudió, analfabeta, profundamente desigual y con la Iglesia y el Ejército como principales actores, y la España moderna y europeísta de la actualidad, lo cierto es que otros cuarenta años después nos encontramos, políticamente, en un nuevo laberinto.
Las elecciones del 23 de julio dieron la victoria en votos al PP, pero otorgaron al PSOE la posibilidad de ser el único capaz de sumar los escaños necesarios para formar gobierno. Pero la aritmética parlamentaria precisa para ello se ha demostrado a cada paso dado un damero maldito, al punto de que ocho meses después la legislatura no ha arrancado ni tiene visos de hacerlo. Lo que viene no es mejor: en abril habrá elecciones en el País Vasco, en mayo en Cataluña y en junio europeas, que será la primera vez en que todos los españoles a la vez, y no por partes, vuelvan a ser llamados a las urnas. Antes, en febrero, tuvimos las gallegas. Ninguna de ellas, ni gallegas, ni vascas, ni catalanas, ni europeas, tienen carácter nacional, pero en el mandato más territorial de cuantos hemos vivido, todas ellas inciden, como jamás había ocurrido con tal intensidad, en el conjunto del Estado. Así que, inútil en términos de gobernanza el primer trimestre, avanzamos decididamente por la senda de perder también el segundo.
La semana ha sido pródiga en ejemplos del enredo en que este país se encuentra. El miércoles, el Congreso de los Diputados se convirtió, por usar la expresión más utilizada entre los corresponsales parlamentarios, en un lodazal a cuento de las acusaciones cruzadas de corrupción entre los dos grandes partidos. El uno, tocado por el “caso Koldo”, que acabará más pronto que tarde siendo el “caso Ábalos” y con ello situará la crisis en una dimensión política mayor si un antiguo ministro del Gobierno de Sánchez resulta imputado por comportamientos ocurridos mientras formaba parte del Ejecutivo. Y el otro, por los tejemanejes del círculo más cercano a la presidenta de Madrid, Isabel Díaz Ayuso: primero fue el padre, luego el hermano y ahora el novio, lo que como mínimo siembra la duda de si debe gestionar las cosas de los ciudadanos quien no es capaz de saber siquiera como se gestionan las de su casa. Con frecuencia se ha discutido estos días qué tendrán que ver un caso con el otro. Y es cierto que en esta bochornosa versión del “y tú más” que se vivió en la última sesión de control al Gobierno en la Cámara Baja lo predominante fue el oportunismo. Pero sí hay concomitancias. La primera, la facilidad con que asesores de baja estofa o familiares repentinamente investidos de influencia continúan colándose por la puerta de servicio de las administraciones hasta contaminarlas. La segunda es que de todo hay siempre un mismo pagano: el ciudadano que de una forma u otra acaba siendo estafado y abonando la fiesta.
Pero fue también el miércoles cuando definitivamente se rompió el tablero catalán con la convocatoria anticipada de elecciones. Decíamos que nunca como ahora comicios autonómicos tenían de inmediato efectos tan desestabilizadores sobre todo el país y en apenas unas horas de ese mismo día pudo comprobarse, cuando Pedro Sánchez ordenó retirar los presupuestos generales del Estado. Es una decisión de suma gravedad, que añade un plus de incertidumbre y retraimiento de la economía en un momento (con dos terribles guerras, una recesión en puertas y la amenaza de un nuevo austericidio a la vuelta de la esquina) sumamente difícil. Pero si acudimos al manual clásico que define el presupuesto como “la expresión cifrada de un proyecto político” habrá que concluir que lo que no hay, precisamente, es proyecto común alguno entre quienes sustentan al Gobierno, que más que Ejecutivo es rehén. Súmenle que el jueves se aprobó una amnistía que, lejos de unir, divide, y que nos va a tener todavía meses sin poder salir del bucle estéril en el que andamos extraviados desde que Sánchez tuvo que rehabilitar a Puigdemont para sobrevivir; añádanle que todos los que se van a enfrentar entre ellos y a cara de perro en esa secuencia de convocatorias electorales que vamos a padecer (PNV, Bildu, ERC, Junts, Sumar, Comunes, Podemos…) son, al mismo tiempo, los que tienen que ponerse de acuerdo para sostener el Gobierno de Madrid; mezclen, digo, todo en la coctelera y comprobarán que, por mucho que queramos, no existen razones para la esperanza.
Dice el viejo chiste que la diferencia entre un pesimista y un optimista es que, cuando el pesimista comenta “la cosa no puede ir peor”, el optimista contesta: “Sí, claro que puede”. Brenan nunca pudo adivinar cuán acertado fue su título. Nos hemos convertido en un país de optimistas que piensan que todo puede ir peor, sin atisbar salida al laberinto. Y con un presidente del Gobierno condenado a ir partido a partido, aplicando el proverbio de que “cada día tiene su afán”. El origen de la cita está en el Evangelio de San Mateo. Pero muchos eruditos sostienen que la traducción, como tantos pasajes bíblicos, es incorrecta. Lo que Mateo escribió es que “cada día tiene bastante con su propio mal”. Para echarse a temblar.