La India pateará su ejemplar ordenamiento jurídico laico en vísperas de las elecciones. El Gobierno del nacionalista hindú Narendra Modi ha ordenado que se implemente una Ley de la Ciudadanía que es más conocida como ley antimusulmana. Fue promulgada dos años atrás y las protestas masivas y mortales recomendaron meterla en la nevera. La recupera Modi cuando aspira a su tercer mandato en otra embestida islamófoba que satisface a la mayoría hindú.
La ley, de redactado humanitario y espíritu inquietante, concederá la ciudadanía india a inmigrantes ilegales de varias minorías religiosas (hindús, sikhs, budistas, parsis, jainistas y cristianos) llegados desde tres países de mayoría musulmana (Afganistán, Bangladesh y Pakistán). No serán necesarios ya los 11 años acreditados en la India sino que bastará con probar la llegada antes de 2015 para conseguir los documentos por un procedimiento de urgencia. Si la ley pretende el amparo de minorías perseguidas, sorprende que no incluya a los rohingyas de Myanmar, los ahmadis de Pakistán o los hazara de Afganistán. Los musulmanes quedan excluidos porque, según Modi, ni son una minoría ni necesitan la protección estatal.
Amnistía Internacional sostiene que la nueva ley legitima la discriminación por religión y atenta contra los valores constitucionales de igualdad y los derechos humanos internacionales. Algunos estados donde no gobierna la formación de Modi han avanzado que no la aplicarán. Es un problema de escala estatal porque la comunidad de casi 200 millones de musulmanes (la tercera mayor del mundo) está diseminada por todo el país. La ley también ha estimulado el nativismo, el localismo y el indigenismo, modernos eufemismos para la xenofobia de toda la vida.
Persecución y castigo
El partido Bharatiya Janata de Modi, representante de la derecha hinduista, ha limado en la última década los principios seculares de la mayor democracia del mundo. Las minorías religiosas lamentan la persecución y el castigo de los disidentes. Ningún colectivo lo ha sufrido más que el musulmán. Apenas un mes antes fueron demolidas dos mezquitas en Nueva Delhi y el estado de Uttarakhand. Llovía sobre mojado: Modi había inaugurado en enero un templo hinduista donde hubo durante 500 años una mezquita hasta que fue demolida por los nacionalistas. Los conflictos religiosos integran cíclicamente la crónica negra. Han sido linchados musulmanes que presuntamente comieron carne de vaca, un animal sagrado para los hinduistas. Sus viviendas y negocios han sido derribados por lo que se conoce como la «justicia de la piqueta» y los boicoteos no son extraños. Algunos hablan ya de un genocidio.
El estruendoso silencio de Modi incentivas las tropelías, juzgan los analistas. Desde su partido abundan las alusiones combativas hacia los refugiados musulmanes. El Ministerio del Interior los definió como «termitas» e «infiltrados» que ponían en riesgo la seguridad nacional. También temen las minorías el Registro Nacional de Ciudadanos con el que la India pretende identificar y expulsar a los que carecen de papeles. Sólo funciona en el estado septentrional de Assam pero Nueva Delhi quiere extenderlo a todo el país.
Hasta el noreste de Nueva Delhi han llegado esta semana policías y paramilitares. Ahí estallaron las protestas más fragorosas cuando la ley fue promulgada aunque acabaron extendiéndose a varios estados. Dejaron más de un centenar de muertos y miles de detenidos antes de que Modi la aparcara. Estados Unidos, Canadá y el Reino Unido desaconsejaron la llegada de turistas país y el entonces presidente japonés, Shinzo Abe, canceló su visita. No es descartable que regresen las convulsiones sociales.