Ariel Henry, primer ministro de Haití, renunció el lunes a su cargo. Desde Puerto Rico anunció que se había creado un consejo de transición, mientras el país se desangra a causa de la violencia y el caos. Dice el ex primer ministro que no ha podido aterrizar en el aeropuerto de Puerto Príncipe procedente de Kenia, que el horizonte inmediato es la convocatoria de unas nuevas elecciones generales. Ciertamente, la democracia exige consultar a la ciudadanía, algo que los haitianos no han hecho desde 2016, garantizar el pluralismo político y la alternancia en el poder. Sin embargo, nada de esto es suficiente.

La democracia no funciona si el pueblo no puede ejercer libremente y de manera segura sus derechos políticos. Y está claro que los haitianos no pueden hacerlo. La corrupción, la pobreza y el crimen organizado se lo impiden. Este último, en manos de un expolicía, es el que controla, de facto, la vida política del país. Mientras Henry estaba fuera Haití, las bandas criminales han ocupado las calles y llenado el vacío político. Los intentos de Naciones Unidas de llevar adelante una misión de seguridad liderada por Kenia no han llegado a materializarse. Algo que no es nada nuevo. Voces autorizadas en el terreno de la cooperación internacional han denunciado que el caos es fruto de planes de intervención ideados desde fuera sin el concurso de los haitianos, un Estado débil y unas élites poco comprometidas con el desarrollo del país que han hecho de Haití un país dependiente y empobrecido en el que la impunidad y la violencia campan a sus anchas.