La incansable voz del Papa Francisco ha vuelto a resonar este domingo en El Vaticano para suplicar el fin de la guerra en Tierra Santa. Cansado, por la bronquitis que arrastra desde hace días, pero con total firmeza y claridad ha clamado con preguntas retóricas si de verdad así se piensa construir un mundo mejor o si de verdad así creen que conseguirán la paz. Francisco nos ha pedido que todos nos unamos en el grito por la paz, que no hay que dejar caer en el olvido de la costumbre lo que está sucediendo y, como él nos recuerda de manera reiterada, debemos seguir rezando y llevando en nuestro corazón a los hermanos que sufren en Tierra Santa.

Los miles de muertos, heridos, desplazados, la inmensa destrucción causan dolor y comprometen el futuro, especialmente de los más pequeños y vulnerables. Por ellos muy especialmente, hay que seguir animando a que las negociaciones para el alto el fuego continúen, para que los rehenes puedan ser liberados de inmediato y regresar con sus seres queridos que esperan ansiosos, y para que la población civil pueda tener acceso seguro a la ayuda humanitaria que tan urgentemente necesita. Todavía hay al menos 130 rehenes israelíes en manos de Hamás y se teme que, por desgracia, algunos de ellos hayan muerto. El número de palestinos muertos por los ataques de la respuesta israelí podría superar ya los treinta mil, con miles más de desaparecidos y más de un millón trescientas mil personas desplazadas.

En el horror de la guerra no gana nadie. Esa verdad tan constatable a lo largo de la historia, debería ser suficiente para parar el sinsentido y permitir, una vez más, que comience la reconstrucción, en especial esa paz frágil que tantas veces se ha visto quebrada y que tanto anhelamos para una Tierra Santa que, de una vez por todas, el mundo tiene que dejar de mirar como una tierra lacerada por la división y la guerra.