No hay tiempo ni para preparar la comida. No hay regla de conciliación que valga. Ni siquiera el bello arte de cerrar los ojos pensando en que quedan 80 kilómetros para la meta y que es un instante plácido para relajarse y comenzar a meditar la crónica a escribir. Con Tadej Pogacar en acción vale cualquier cosa menos el aburrimiento y hay que olvidarse de comer o tomar un tentempié pensando que la carrera acaba a las 5 de la tarde.
Hasta podrá parecer, en el buen sentido de la palabra, que es un chalado sobre una bici, donde no cuenta el ahorro y sólo vale reventar o morir en el intento. Y, encima, le da igual el terreno, que se circule por una autopista hasta meta o que se ruede por caminos de tierra, embarrados, con piedras y agua, de los que manchan la bici y de los que obligan al máximo esfuerzo, como son las rutas blancas de la Toscana, entre cipreses y árboles frutales, villas de ensueño y territorio para circular tranquilo en bici mientras se admira el paisaje.
El ‘Infierno del Sur’
Quedan 80 kilómetros para que termine la Strade Bianche, a la que algunos denominan como ‘El Infierno del Sur’, y donde se cambian los adoquines de Roubaix por tramos sin asfaltar que se denominan ‘sterrato’, una delicia a velocidad más calmada y montando una bici de gravel con ruedas más gordas y menos finas que las que lleva Pogacar para apuntarse una nueva hazaña. A él, francamente le da igual, ni se gira, se levanta un poco del sillín, cambia el ritmo, se queda solo y se marcha hacia la gloria para conquistar por segunda vez, la primera fue hace dos años, la clásica toscana, estreno y primera victoria del año.
Poco o nada le importa que sea su debut, que todavía no se haya colocado un dorsal a la espalda. Ni necesita saber cómo están los demás porque ya los conoce y porque los ha visto en febrero por la tele. Y porque el que más le preocupa, Jonas Vingegaard, casi el único con permiso de Primoz Roglic y Remco Evenepoel, no se ha sacado el billete para correr la Strade Bianche, al igual que el resto de fantásticos. Sí está Tom Pidcock, vencedor en 2023, pero el británico de Andorra ni se mueve cuando ve el demarraje de Pogacar; es otro nivel, apaga y vámonos.
A 56 de meta, todos se dan por vencidos
Con 80 kilómetros para la meta resulta absurdo plantearse si es un ataque para probarse un rato, buscar sensaciones y luego dejarse capturar. Eso es para otros, para los corredores normales, pero no para Pogacar. Tal es su poderío que cuando restan 56 kilómetros para que acabe la carrera los perseguidores se miran entre sí y ya dan por resuelta la prueba. Se quitan los chubasqueros, relajan la espalda, beben de los bidones mientras él sigue su frenética carrera.
Van cayendo los minutos. Pogacar a su rollo y los demás a luchar por la segunda plaza que realmente poco importa en carreras de un día. Hasta se permite saludar a un grupo de seguidores eslovenos, con las banderas del país, que se ha desplazado a Italia sabedores de que su paisano les iba a dar la primera alegría del año.
La llegada a Siena
Llega a Siena, ciudad hermosa y emotiva a más no poder. Le aguardan los cicloturistas, algunos llegados desde Barcelona y otras ciudades europeas que este domingo disputan la heroica clásica que sucede a la prueba profesional y que muchos afrontan con bicis de gravel, iniciativa mucho más sesuda.
Parece decirle a Vingegaard que se prepare, como hizo el danés la semana pasada en Galicia. Lástima que sus caminos no se crucen hasta el Tour. Si hubiese que pagar entrada para colocarse en la cuneta de la ruta francesa alguien se haría de oro, como doradas son las piernas de Pogacar que llega a la plaza del Campo de Siena como un héroe invencible que si no existiera habría que inventarlo (en categoría femenina venció la campeona del mundo Lotte Kopecky).