Suena raro que Paul Auster (Newark, Nueva Jersey, 1947) esté en peligro de extinción. Pensábamos que sería inmortal, pero Baumgartner es la novela de alguien que sabe que se va a morir, pronto o algún día, y que escribe por si las moscas, para no olvidarse de que fue escritor, y de que creó un mundo, y de que ese mundo aún está vivo. Entraría, por supuesto, en la categoría de novelas crepusculares o testamentarias, aunque lo más sorprendente es que no termina con un punto final y tampoco, a pesar de que se regocija en el duelo, es un texto triste o desencantado, por mucho que a ratos sea nostálgico o elegíaco. Por lo tanto, Auster se extingue pero sigue creyendo en su oficio. Liberado de la obligación de escribir la Gran Novela Americana -que, en su caso, fueron cuatro en una, 4321-, se conforma con proyectarse en su alter ego y traducir sus meditaciones, pero también sus desapariciones en las voces de los demás.